¿Cuánto tiempo aguantará Boluarte antes de que sus volubles padrinos decidan cambiar de caballo antes de las elecciones estadounidenses de noviembre? El país está lleno de bases norteamericanas que «administran» las fuerzas armadas peruanas
A principios de abril, el Tribunal Constitucional del Perú (TC) rechazó la solicitud de los abogados del expresidente peruano, Pedro Castillo, quienes pedían su liberación por detención injustificada. Ahora, un juez del Juzgado Supremo de Investigación Preparatoria ha fijado para el jueves 9 de mayo la audiencia preliminar relativa a la acusación de intento de golpe de Estado del 7 de diciembre de 2022, por lo que se encuentra en prisión desde esa fecha. El pasado 12 de enero, el Ministerio Público había solicitado una pena de 34 años por los delitos de rebelión, abuso de poder y alteración grave del orden público.
El exmaestro rural asumió la Presidencia el 28 de julio de 2021, tras ganar las elecciones del 11 de abril, inmediatamente disputadas por su oponente, de extrema derecha, Keiko Fujimori. Debería haber gobernado hasta 2026, pero fue destituido apenas 17 meses después, tiempo durante el cual no pudo cumplir ni una sola de sus promesas electorales: y menos aún la de una Asamblea Nacional Constituyente, que habría renovado profundamente el cruce entre poder político, financiero, mediático y militar que absorbe los recursos del mayor productor latinoamericano de oro, zinc, plomo, estaño… Por muchos errores, ingenuidades e inconsistencias que haya cometido Castillo en ese período, no hay duda de que su eliminación permitió la renovación de las concesiones mineras, decididas por pasados gobiernos «fujimoristas».
En su lugar gobierna desde entonces la exvicepresidenta Dina Boluarte, cuyo nombre ha resonado y sigue resonando en las calles de Perú y (no sólo), no porque sea «la primera mujer presidenta del país», sino porque se asocia con el epíteto de “usurpadora asesina”. Boluarte está acusada tanto de haber fomentado el «golpe institucional» contra el presidente, tras haber sido expulsada del partido al que pertenecía ─Perù Libre─, como de haber ordenado la sangrienta represión llevada a cabo contra los manifestantes ─principalmente las comunidades indígenas defraudadas─, después de asumir el cargo.
Ahora, Boluarte se encuentra también en el centro de una ruidosa investigación por enriquecimiento ilícito y omisión de actos oficiales en torno a un asunto de relojes Rolex de oro, que hace tambalear su permanencia en la «Casa de Pizarro».
Los primeros mensajes de disponibilidad a los poderes fuertes, decididos a implementar el módulo que, en varios países latinoamericanos, ya se ha convertido en un «clásico» ─el golpe institucional con el consiguiente uso del poder judicial con fines políticos─ les había dado Boluarte el 23 de enero de 2022. En entrevista con la República, afirmó que nunca había compartido la orientación política marxista-leninista de Perú Libre, partido fundado en 2008. El secretario general del partido, Vladimir Cerrón, había decretado entonces la expulsión: “Leales siempre, traidores nunca”, había afirmado, retomando una consigna de Chávez. Y no por casualidad.
La posición hacia la Venezuela bolivariana, de hecho, había sido y sigue siendo uno de los principales temas de chantaje y presión por parte del sistema mediático, agente activo y poderoso del juego político, y concentrado en unas pocas manos. Y no sólo por el evocador mensaje del socialismo bolivariano hacia los sectores populares marginados (7 de cada 10 peruanos son pobres), sino también por la posición de Perú en el contexto internacional, y por tanto en los acuerdos comerciales (Perú ostenta actualmente la presidencia pro-tempore de la Alianza del Pacífico y la Comunidad Andina).
Castillo había abandonado el Grupo de Lima, creado el 8 de agosto de 2017 en la capital peruana por representantes de 14 países entonces gobernados por la derecha, con la intención de derrotar a favor de Washington el llamado «Renacimiento latinoamericano», inaugurado con la victoria electoral de Chávez en Venezuela, en 1998. El objetivo era en primer lugar el presidente venezolano Nicolás Maduro, elegido en 2013, tras la muerte de Chávez, cuya legitimidad querían negar respaldando la farsa de la «autoproclamación» de Juan Guaidó, a principios de 2019.
Y había quedado claro el apoyo del Grupo de Lima (liderado por el secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro, a su vez impulsado por EE. UU.) a Janine Añez, una versión de autoproclamada boliviana, puesta al frente del golpe contra Evo Morales. Pero, mientras tanto, cuando ya México y Argentina habían sido ganados por el progresismo, en noviembre de 2020 Bolivia también volvió a elegir al socialista Luis Arce, regresando a la Alianza Bolivariana para las Américas (Alba), fundada por Cuba y Venezuela. Y es sintomático que uno de los primeros actos llevados a cabo por Boluarte fue declarar persona non grata al expresidente boliviano Morales.
¿Cuánto tiempo aguantará Boluarte antes de que sus volubles padrinos decidan cambiar de caballo antes de las elecciones estadounidenses de noviembre? El país está lleno de bases norteamericanas que «administran» las fuerzas armadas peruanas y que ven con preocupación que China esté en el puerto de Chancay, cuya construcción debería concluir a finales de 2024 y que convertiría al municipio en el que se ubica, Hural, que tiene una posición estratégica, en un hub comercial para toda Sudamérica.
Por otro lado, la frenética política peruana de los últimos años ha mostrado un torbellino de ascensos y caídas de presidentes y actores secundarios que, desde 2018, se han sucedido: Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra, Manuel Merino, Francisco Sagasti, Pedro Castillo. Y Dina Boluarte. Otro expresidente, Alan García, se pegó un tiro en la cabeza antes de ser detenido y expresó «desprecio» por sus «adversarios» en una carta póstuma. Estaba siendo investigado por lavado de dinero, derivado de corrupción vinculada a la empresa brasileña Odebrecht, al igual que otros 4 expresidentes: Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski, conocido como PPK.
¿A qué se debe la creciente fragmentación del escenario político y el conflicto de poderes entre el Congreso y el Ejecutivo? Un elemento influye más que nada: la institución de la «vacancia», o sea el vacío de poder por la «permanente incapacidad moral o física del presidente», prevista en la constitución fujimorista de 1993. Una facultad que ha ampliado lo que las constituciones contemplaban, desde1839, sobre la incapacidad mental del presidente, y que se ha convertido en formidable arma de chantaje en el choque entre facciones en el Congreso, que puede aplicarse si se alcanza el quórum necesario (87 votos).
Esta fue, formalmente, la causa de la caída de Castillo, quien, para impedir que se le aplique la “vacancia” después de un período de ataques encarnizados por parte de la derecha, y ya sin una dirección política coherente, intentó utilizar una de las prerrogativas permitidas al jefe de Estado, que en el Perú es elegido por el pueblo: disolver el Congreso si éste niega dos veces la confianza al Ejecutivo. No tuvo tiempo, porque fue acusado de «autogolpe», rebelión y otros delitos y puesto en prisión preventiva hasta 2025.
Un punto que la defensa de Castillo cuestiona, tanto en el fondo como en la forma, destacando la «doble moral» que existe en Perú, según se trate de proteger a los verdaderamente corruptos o a los representantes del pueblo como Castillo, que no lo son. En Perú ─ha denunciado en varias ocasiones el ex presidente─ la corrupción está institucionalizada desde la constitución fujimorista de 1993, defendida por los distintos factores que controlan los poderes ejecutivo, legislativo y judicial en detrimento de los sectores populares. Por eso, su principal promesa electoral fue convocar a una Asamblea Nacional Constituyente, un espantajo por los poderes fuertes, como también se vio en Chile.
En Perú la corrupción está institucionalizada desde la constitución fujimorista de 1993, defendida por los distintos factores que controlan los poderes ejecutivo, legislativo y judicial en detrimento de los sectores populares
Los abogados argentinos Raúl Zaffaroni y Guido Croxatto escriben en Página 12: “Castillo no tiene un Rolex. No representa a ningún sector de poder, representa al pueblo abandonado de la Sierra. Si Castillo hubiera aceptado ser parte de los negocios sucios de la clase política peruana (el escándalo de Obededrecht mancha a todos, incluida la izquierda, menos a él) Castillo sin duda seguiría siendo presidente.»
El Congreso que destituyó ilegalmente a Castillo incluso violó sus propias reglas porque lo destituyó con 5 votos menos de los requeridos por la ley (87). Un acoso ya anunciado con otras medidas sin precedentes para perseguir al presidente y su familia, ordenadas por un fiscal «que mintió para ganar un concurso». Además, la misma fiscalía anticorrupción inició una investigación contra la máxima representante del Ministerio Público, Patricia Benavides, y sus asesores, sospechosos de dirigir una organización criminal que pretendía favorecer ilícitamente las decisiones del Congreso.
La destitución de Castillo es ilegal y la detención es arbitraria ─dicen los abogados─ en primer lugar porque para destituirlo habrían tenido que suspenderlo de sus funciones como resultado de un juicio político conforme a derecho, que en cambio no se llevó a cabo. Por esto, los abogados han interpuesto recursos ante diversos órganos judiciales, comenzando por la Corte Interamericana de Justicia.
Los defensores también señalan por qué fue necesario sacar de la presidencia al maestro rural. En apenas unas semanas, dicen, se han aprobado en Perú 3 medidas de alto impacto: una ley que facilita la deforestación de la Amazonía peruana; una norma que permite la destitución del Consejo Nacional de Justicia y que favorece excesivamente el servilismo del poder judicial; y una reciente iniciativa de amnistía por crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura de Fujimori por cualquier agente del ejército.
Todos síntomas de una crisis sistémica que estalló con el choque de clases de los años 80 y 90, con la guerra sucia contra las organizaciones armadas (Sendero Luminoso y Movimiento Revolucionario Tupac Amaru ─Mrta─). Una crisis que el «relato» impuesto por los vencedores no logra esconder. Por ello, se adoptó para convertirlo en uso actual un término ─»terruco»─, utilizado como insulto por los soldados que torturaron y violaron durante la «guerra sucia» contra la oposición armada; y se está utilizando para estigmatizar a sectores indígenas y populares, defensores de derechos humanos, familiares de presos o víctimas de la violencia estatal; Boluarte continuó por ese camino.
El apellido de la candidata derrotada por el maestro Castillo, Keiko Fujimori, hace referencia al choque ocurrido en el siglo pasado; da una idea del juego que se estaba jugando en un país firmemente en manos de grupos de poder apoyados por el gran capital internacional. Keiko, de hecho, es hija del dictador de origen japonés Alberto Fujimori, que azotó a Perú de 1990 a 2000, cuyo ascenso y decadencia representan las ambivalencias y embudos de la política peruana, y el peso que todavía representa el fujimorismo.
Alberto Fujimori, desconocido hasta el año anterior, ganó las elecciones presidenciales del 10 de junio de 1990, recibiendo en la segunda vuelta el apoyo de su recién creado partido, Cambio 90, también de sectores de izquierda: porque de lo contrario, el voto habría sido por el entonces joven escritor Mario Vargas Llosa, candidato del neoliberalismo, a cuyos proyectos Fujimori declaró oponerse. Una promesa abandonada con la adopción de políticas neoliberales aún más agresivas que las propuestas por Vargas Llosa, y sellada por el pacto con las fuerzas militares más reaccionarias: las mismas que, a finales de los años 1980, habían creado el llamado Plan Verde.
El Plan Verde fue un proyecto de exterminio concebido por los militares en octubre de 1989. Inicialmente preveía un golpe de estado contra el entonces presidente Alan García, incluía medidas neoliberales similares a las propuestas por Vargas LLosa, en las que inicialmente confiaron los militares, además de una estricta censura de los medios de comunicación y una represión de las libertades.
Proyectos que luego aplicó Fujimori, tras su autogolpe de 1992: por cuenta de Estados Unidos y del Fondo Monetario Internacional, que enviaron a sus especialistas para llevar a cabo el endurecimiento tanto económico como represivo. En ese momento, la revista Oiga publicó algunos extractos del Plan Verde, haciendo explícita la coincidencia entre los planes de las elites económicas y militares.
Contra ese sistema de poder, blindado por la constitución fujimorista de 1993, los sectores más postergados del pueblo peruano habían votado por una figura que, como el maestro Castillo, los representaba. Una batalla que va más allá de la defensa del expresidente, cuestiona los principios de la justicia internacional, y cobra un significado simbólico adicional en este último año del Bicentenario de la Independencia del Perú.