Por: Carlos Aznárez
Desde que el periodista austríaco Theodor Herzl, considerado padre del sionismo, publicó en 1896 su libro El Estado judío, mucho se habló sobre las consecuencias que esta concepción ideológica, abiertamente expansionista, generaría en las sociedades contemporáneas, y que a futuro afectaría no sólo al pueblo palestino sino a todo aquel que denunciara sus enunciados como autoritarios, discriminatorios y claramente imperialistas.
El sionismo nació, originariamente, como un movimiento ultranacionalista en defensa de la diáspora judía dispersa por Europa. En consecuencia, creyeron necesario crear un Estado independiente, fuerte y sobre todo «seguro». A esto se le sumó la amañada interpretación bíblica de que «los judíos son el pueblo elegido por Dios» para servirlo, lo que derivó, hasta el presente, en lo más parecido a la propuesta de «la pureza de la raza aria» creada por el nazismo, identidad política también autoritaria y expansionista que ocasionó el Holocausto.
Herzl, en 1903, consolidó alianzas con el imperialismo, especialmente, con el Reino Unido. En este sentido, la Corona Británica propuso que el nuevo Estado judío podría asentarse en Uganda, deshabitada por la colonización, y para ello ofrecieron 15.500 kilómetros cuadrados para su asentamiento. La propuesta fue rechazada de plano por los impulsores del sionismo, quienes insistieron en que la tierra sería Palestina.
Tiempo después, en 1917, el canciller inglés Arthur Balfour dio la puntada inicial a lo que se convertiría, con el correr de los años, en una gigantesca operación de ocupación y etnocidio. Al respecto, firmó una declaración en la que su gobierno se comprometía a «favorecer el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío». A partir de ese momento, los acontecimientos se precipitaron a favor de esta propuesta: el Reino Unido ocupó Jerusalén entre 1917 y 1948, los sionistas impulsaron la urgente necesidad de comenzar a trasladarse a ese territorio habitado desde siempre por los palestinos. En un comienzo llegaron unas pocas decenas de miles y luego la emigración se hizo masiva al calor de la persecución del nazismo. La ocupación de Palestina, por los recién llegados, fue generando la idea de que su verdadera intención no era compartir el territorio fraternalmente, como había ocurrido en otra época, sino expulsar violentamente a su pueblo originario. Contaban para ello con la complicidad de los ingleses y muchos países europeos. Paradójicamente, una vez finalizada la segunda gran guerra, lavaron sus culpas colaborando con la ocupación sionista. La operación, finalmente, se consumó en 1947. En las Naciones Unidas una comisión especial pivoteada, fundamentalmente, por Estados Unidos (que ya era otro gran aliado del sionismo) y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS, decidieron la partición del territorio palestino. En mayo de 1948 crearon allí el Estado de Israel, desencadenando el primer gran genocidio palestino y la marcha al destierro de un millón de pobladores.
Desde ese momento, hasta la actualidad, el pueblo palestino no sólo sufrió una prolongada operación de despojo sino una auténtica inmolación, impuesto por los descendientes de quienes sufrieron las atrocidades del nazismo, en una línea histórica que siempre fue trágica para el pueblo palestino, desde la primera Naqba (catástrofe de 1948) hasta el actual genocidio (no son pocos los historiadores, varios de ellos judíos, quienes señalan que la equiparación entre sionismo y nazismo es demasiado evidente, tanto en su práctica de exterminio como en su propuesta de solución definitiva, suplantando a una comunidad a partir de la desaparición de la otra).
Son enormes las evidencias que descubren las afinidades ideológicas entre el movimiento nazi y el movimiento sionista de entreguerras. No sólo renunciaron a combatir el nazismo en auge sino que pactaron para vaciar Europa de judíos, objetivo abiertamente compartido por ambos movimientos antes de que los nazis se decantaran por la solución final. Obviamente, los sionistas no desearon el exterminio de los judíos, tan sólo su éxodo a Palestina donde esperaban construir un Estado étnicamente “puro” para su comunidad. Luego, cuando se percataron que su “pacto con el diablo” conducía a los hornos crematorios, era demasiado tarde.
Desde el levantamiento popular palestino del 7 de octubre, los militares sionistas y sus colonos se impusieron la tarea de convertir el campo de concentración a cielo abierto de Gaza en toneladas de escombros. Más aún, no sólo destruyeron, deliberadamente, hospitales, escuelas, universidades, centros de acopio de alimentos, mezquitas, iglesias, sino que generaron sobre la población civil un ataque de tal crueldad que recuerda las acciones ejecutadas en la Edad Media por otros ejércitos devastadores.
Asesinaron a mansalva a bebés, niños y niñas, les apuntaron a la cabeza con toda saña, al proclamar que “no debe quedar con vida ninguno de ellos”. Llegaron al extremo de entrar a hospitales, desconectando los pulmotores y destruyendo los instrumentos de tratamiento oncológico. Capturaron, torturaron y asesinaron a enfermeras, médicos y paramédicos. Secuestraron, masivamente, a ciudadanos indefensos para despellejarlos y enterrarlos en fosas comunes, al igual que las prácticas nazis.
Sadismo en grado superlativo al lanzar bombas de fósforo, o las más modernas suministradas por Estados Unidos e Inglaterra, que evaporizan a los cadáveres. Torturaron hasta la saciedad a niños, jóvenes y adultos mayores. Los encarcelaron para matarlos de hambre bajo graves infecciones por las heridas infligidas.
Sadismo y perversión enfermiza con bombardeos minuto a minuto, día a día, durante un año, a una población civil engañada con el pretexto de llevarlos a una “zona de seguridad” para luego arrojarles toneladas de explosivos. Hasta la fecha, estas prácticas genocidas superaron con creces los crímenes ejecutados por Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki.
“Gaza es la puerta de acceso al infierno y el horror”, expresaron jerarcas y burócratas de los organismos internacionales pero sin detener la matanza del sionazismo. Pero además está Cisjordania ocupada, donde cada 24 horas es asaltado un pueblo, para aniquilar a sus habitantes y destruir sus viviendas.
Sin embargo, increíblemente, a pesar de tanta maldad, por parte de sus vecinos, Palestina resiste, sus hombres, mujeres y hasta niños, combaten con las armas que tienen a su alcance. Unos en las facciones heroicas de la Resistencia y otros aferrados a su territorio. Desde ese punto de vista, aunque la suma de muertos se acrecienta, todo indica que Palestina sobrevivirá y vencerá. El peligro es que, esas ideas supremacistas impuestas por el sionismo, sigan expandiéndose por el mundo. A su favor cuentan con el concurso de aliados que gobiernan en numerosos países, o de las colectividades judías que, mayoritariamente, aplauden estos actos criminales. Si se negaran sufrirían las mismas consecuencias de persecución y maltrato que diariamente padece el pueblo palestino.
En términos éticos y morales, cada pueblo del planeta debe decidir qué hacer frente al sionazismo y sus sostenedores occidentales a fin de parar la matanza y destrucción, con total impunidad, de un pueblo legítimo e inocente. Mientras tanto, la solidaridad con Palestina debe seguir sumando voluntades.