Por: Alberto Aranguibel
El mayor escándalo de la familia real británica, en décadas, es el que desata esta semana la publicación del libro autobiográfico de Harry, el hijo menor de la hoy legendaria princesa Diana de Gales.
En el libro, presentado este martes en Londres, el renegado de la nobleza da a conocer su versión sobre una gran cantidad de temas muy polémicos, relacionados con la cada vez más cuestionada monarquía de la que él forma parte; aun habiendo renunciado a los títulos y privilegios que, según las leyes de ese país, le corresponden por el solo hecho de haber nacido en cuna real.
Desde el severo trauma, no superado, por la trágica muerte de su madre en 1997, hasta el bochornoso conflicto con su familia por el rechazo de ésta a su esposa por razones de racismo; Harry relata una infinidad de asuntos íntimos de la familia real, como el maltrato de su padre, el hoy Rey Carlos III, hacia su persona, a quien acusa de haberle endilgado en alguna oportunidad el remoquete de “spare” (repuesto), en referencia a su condición de sucesor en quinta instancia al trono, luego de su hermano mayor y de los tres hijos de éste.
Pero si algo ha resultado repugnante y despreciable de todo lo que relata en su autobiografía, es la afirmación de haber matado a veinticinco personas en Afganistán; durante su servicio militar en la guerra desatada por Estados Unidos contra esa nación (en la cual Gran Bretaña jugó un papel más que determinante) refiriéndose a las víctimas como simples “piezas de ajedrez”.
En la aberrante e inmoral expresión “Eran piezas de ajedrez quitadas del tablero, gente mala eliminada antes de que pudieran matar a la gente buena”; el muy miserable deja al descubierto no solo la naturaleza arbitraria de un genocidio desatado por dos de las más poderosas potencias militares autoerigidas en imperios, que deciden a su buen saber y entender a qué país van a invadir o a atacar a su antojo; sino, además, el carácter criminal de una acción militar ejecutada a mansalva contra una población, de cientos de miles de personas, a la que se le negó en todo momento la posibilidad de juicios o condenas justas; porque jamás se les consideró seres humanos sino piezas de ajedrez por el solo hecho de que en esa nación, supuestamente, se escondían cuarenta barbudos que Estados Unidos consideraba criminales.