Por Armando Carías
Como todos mis amigos saben soy un adicto a las colas. Soy feliz haciéndolas. Me gusta hacerlas. Cultivo un extraño placer, cercano al masoquismo, cuando pierdo miserablemente horas y horas de mi vida en ese remolino interminable de rostros desconocidos que unos padecen y que yo, por alguna extraña razón, disfruto.
Por supuesto que nadie me entiende e incluso me tildan de loco y extravagante a causa de mi inusual manía. Ignoran, por supuesto, el indescriptible placer de la espera infinita y la gratificante experiencia de sentir como los segundos se tornan eternos y el tiempo se diluye en la nada ante cada milímetro que avanza la serpenteante espiral de la que formo parte.
Producto de mi experiencia en el ramo y dada la diversidad de colas que me ha tocado hacer a lo largo de años invertidos en esta singular práctica, modestamente me considero una autoridad en la materia, por lo que puedo aseverar, con pleno conocimiento de causa, que no hay una cola más apasionante, divertida y provechosa que la cola de la pensión a la que, mensual y religiosamente, acudimos los más de cuatro millones de venezolanos de la llamada tercera edad.
La cola de la pensión es una cátedra inagotable de sabiduría popular, ella suma siglos de experiencia compartida con la generosidad que solo dan los años, y que se descubre en las interminables y didácticas esperas que sirven para disertar sobre los más variados temas, desde los relacionados con los achaques propios de la edad de quienes las hacemos, pasando por la sana competencia para determinar a quién han operado más veces o a quién le duele más lo que sea, hasta consultas de carácter legal, totalmente gratuitas, sobre herencias y asuntos sucesorales, información por demás necesaria cuando se llega a cierta edad.
El romance también forma parte del paisaje habitual de la cola “años dorados”, ya que en ese fortuito encuentro que suele darse entre viudos y viudas que intercambian soledades mientras les llega su turno ante la taquilla, suele brotar el chispazo que encenderá fuegos que se creían apagados.
Momento propicio para la renovada pasión senil lo constituyen los madrugonazos que ante los bancos habilitados para el pago mensual deben hacer abuelos y abuelas, quienes entusiasmados por el frío mañanero y cobijados por las últimas sombras de la noche, se agazapan en algún rincón bancario a retirar de sus cuentas antiguas caricias que tenían a plazo fijo y que ahora, gracias a la Revolución, reciben con intereses.
No escapa la posibilidad, dado lo buchón de bolsillos y carteras, de alguna canita tardíamente lanzada al aire, de algún octogenario cacho y de alguna escapada a los refugios de la Panamericana, propicios para la inversión del monto recibido antes de que la inflación acabe con los besos otoñales.
Y así como el amor y el conocimiento nutren cada mensual encuentro en la entidad financiera correspondiente, también la solidaridad entre los cuenta ahorristas conforma una cultura que se expresa en el cafecito tempranero, en el banquito y en la arepa que se comparten, indistintamente del último número de cédula de identidad y de cualquier otra diferencia que podamos tener con nuestro o nuestra vecina de jornada.
También es justicia señalar que en medio de la armonía reinante entre los fugaces millonarios, siempre surge algún viejito abusador, permanente aspirante a coleado, que al advertir la extensión de la cola se multiplica sus dolencias y sus urgencias, intentando ingresar al banco primero que quienes han amanecido a sus puertas. Esos, afortunadamente, son los menos.
Por eso hoy he decidido rendir tributo a los compatriotas que me acompañan cada treinta días en ese rito que nos une en la experiencia, el amor y la solidaridad y, de manera particular, a Robert, el joven que desde la noche anterior y de manera voluntaria se instala bajo el elevado de Los Ruices a anotar el orden de llegada de quienes, a la mañana siguiente, haremos la cola que ha dado origen a esta nota y en la que sin complejo alguno he reconocido ser un auténtico fiebrúo en el arte de saber esperar.