Por: Federico Ruiz Tirado
Una vez Luis Duno Gottberg me hizo un comentario que parecía ligero, corriente, de esas cosas que se dicen tal vez siguiendo el hilo de una conversación liviana y anecdótica sobre un tema de fibra humana, sentimental y aunque parezca exagerado decirlo, fantástica: «que hay gente que nunca muere».
El hijo de Pedro Duno, en un intercambio de mensajes a propósito de la relación de su padre y Alfredo Maneiro, me dijo, «esa gente no ha muerto, Federico».
Y es verdad, pensé después, y lo sentí en mi corazón con picardía y nostalgia la noche del 15 de este febrero memorioso, a eso de las 9 pm, cuando mi sobrino Raúl, desde Caracas, me dijo que Jacobo Torres había muerto.
Raúl Eduardo es hijo de Wladimir, mi hermano, otro de esa banda huérfana de cronología en el desconcierto, pero siempre con mucha alusión a la vida en las calles y a las contradicciones, banda que actúa con nosotros desde Comala y Macondo.
Wladimir aparece cuando le da la gana, como si caminara y hablara, mientras uno piensa, o escucha a alguien explicando un tema complejo, o cuando debajo de la regadera recuerda episodios de ellos que son como películas en blanco y negro que nunca entendió en la adolescencia, pensé en lo de Luis Duno y me dije «es verdad»: están ahí en nuestras historias de vida, revueltas y lúdicas, jugando ajedrez, mamando gallo o pensando cómo carajos hizo el Che Guevara para irse a Bolivia sabiendo que lo esperaba la CIA o cómo a Angela Sago se le ocurrió escribir un libro tan cursi sobre la guerrilla venezolana titulado «Aquí no ha pasado nada».
Esta nota no es de duelo por la ausencia de Jacobo. Es muy delicado hablar de que Jacobo haya muerto.
Su turno de viajar a Comala estaba en su corazón y en su torrente sanguíneo y muchos lo sabíamos, incluso él mismo lo predecía todas las noches por guasat en un tono similar a los anuncios propios del ateísmo burlón, jodedor, como si fuera portavoz de una agencia de viaje especializada en bajar los costos de un vuelo intergaláctico en esa nave esotérica sin regreso, novelesca, amenazada por los nubarrones de la psique, de los ovnis, de las almas pecadoras, de la basura sideral, de los monstruos que duermen en los agujeros negros y hasta de la misma azulada y fantástica estrella de Rubén Darío que hacía suspirar a su desobediente princesa Margarita.
En la tradición de Jacobo era imposible no viajar. Cada viaje reúne una anécdota política, gastronómica, llena de humor y de gente.
Una vez, Alí Rodríguez nos envió a un Foro en Brasil en el Camastrón de Chávez. Él se fue primero dando las instrucciones del evento, clasificando los participantes, diciendo que sí a todo para luego negarlo con un no de jefe Wuayú. Yo viajé en el segundo viaje con un borrador de documento donde Chávez estamparía su firma declarando a Venezuela «libre de transgénicos». Ese documento el Comandante lo leyó en una montaña y mantuvo silencio. Jacobo y yo le dijimos: «esas caraotas que vamos a comer brillan porque son transgénicas».
Un mes después, en un bar de la plaza Bolívar de Caracas, nos reíamos del asunto y de ese viaje desde Brasil a Uruguay con los héroes que nos salvaron del sabotaje petróleo, cuando el avión no pudo aterrizar en Montevideo y tuvimos que regresar a Puerto Alegre a comer caraotas con arroz.
Pero esta vez no hay regreso.
Ojalá en Comala encuentre sus codiciados porotos negros.
Te voy a extrañar, camarada.