En 1916, el escritor y periodista caraqueño Luis Manuel Urbaneja Achelpohl (1873-1937) escribió el cuento “En este país”, publicado en Caracas en 1920. El autor cuenta la historia de un humilde labriego llamado Pablo Guarimba que, debido a la guerra, alcanza posiciones que le permiten casarse con la hija del dueño de la hacienda donde él era antes un simple peón. El apellido hace alusión a seguridad, a estabilidad. Es muy probable que Urbaneja Achelpohl haya recordado los juegos de su infancia como “la ere”, el escondite y el gárgaro malojo, en los que la guarimba era el sitio de pacto tácito: quien llegaba a ella no podía ser tocado por los perseguidores hasta que saliera.
En una entrevista realizada al maestro Ángel Rosenblat (extraída de la Revista Pasos, órgano de divulgación periodística del Liceo José Manuel Núñez Ponte, mayo, 1968, año I, número 1), le preguntan: “Nos gustaría que nos explicara una palabra que usted considere netamente venezolana para publicarla en la Revista Pasos de nuestro liceo”. El filólogo y fundador de los estudios lingüísticos universitarios en Venezuela, nacido en Polonia el 9 de diciembre de 1902, respondió: “Quizás una palabra simpática, que puede ser acogida con interés por los alumnos, de origen venezolano, sin duda indígena, es la palabra “guarimba”, muy usada en los juegos infantiles. Quizás debiera adoptarse en el mundo entero como signo de espíritu pacifista y de garantía de que puede haber un lugar donde uno esté a salvo de cualquier agresión”.
En el año 2004, esta palabra sagrada tuvo un giro semántico y contra nuestra identidad cultural. Resulta que al terrorista Robert Alonso, dueño de la finca donde apresaron a varios paramilitares, dirigente ultraderechista de origen cubano, se le atribuye ser el padre de las “guarimbas”. Para este anticastrista, la guarimba significa territorio, lo que es falso, y su objetivo: “además de paralizar totalmente el país, es crear un caos anárquico a nivel nacional con la ayuda de toda la ciudadanía y en las principales ciudades”. Es importante señalar que Alonso no es filólogo, ni lingüista, ni epígrafo, ni semiólogo. No es un referente.
“El conocimiento de las palabras es obligación del que escribe como del que lee”.
Esta lección de Simón Rodríguez nos conmina a analizar el verdadero sentido que subyace en los nombres de nuestras palabras. En Venezuela, al capibara se le llama chigüire; a la zarigüeya, rabipelado; a la sandía, patilla; al mosquito, zancudo; a la banana, cambur. No nos dejemos quitar nuestras palabras; estas, dice Rodríguez, “no hacen las cosas, pero las distinguen; lo mismo son las acciones con las ideas”.