Se extiende, especialmente por el dominado primer mundo, un sentimiento de soledad, de tristeza, de profundo dolor, de recio despecho, de silenciosos llantos con fondo de rancheras, vallenatos y tangos, en muchos palacios de gobierno y cancillerías. Y es que los afectados, conocidos pitiyanquis de siempre, no logran asimilar el desprecio con que los trata de su nuevo amo y señor.
Quienes han dicho que sí a toda orden emitida por Washington, están desorientados. Con copas en la mano y -luego del fondo blanco- gritan “¡Por el imperio, aunque mal pague!”, con la esperanza de que Donald Trump, antes de que empeore el guayabo, retome la tradición de tratarlos, al menos ante la opinión pública, como iguales, aunque en privado los regañe, grite y humille en el Salón Oval. El riesgo de que les suceda algo parecido al papelón (televisado) con Volodomir Zelensky se ha convertido en una pesadilla recurrente.
Justin Trudeau, marioneta vergonzosa de cuanta estrategia intervencionista se ideó durante la administración de Joe Biden, anda dando tumbos de pub en pub, tras ser recompensado con una intensa dosis de bullying trumpeano, hecho que, en paralelo a su mal gobierno, lo ayudó a renunciar al cargo de primer ministro y terminar una insípida gestión sin pena ni gloría, ante amenazas de “anexión” o de inicio de guerra comercial por parte de su agresivo vecino del sur.
En la Unión Europea, el desencanto no toca fondo. El sentimiento de abandono se ha vuelto inmanejable. Ni Sigmund Freud podría, en estos momentos, hacer que los hasta hace poco soberbios gobiernos del viejo continente, logren al menos levantarse del diván con ganas de dejar a un lado la depresión y el estrés postraumático. Las acusaciones gringas de aprovechadores (es decir, chulos), los posibles recortes de fondos y hasta el riesgo de que la Casa Blanca decida retirarse de la Organización del Tratado del Atlántico Norte los tiene a punta de Escitalopran y Duloxetina, para intentar calmar las crisis de nervios en París, Londres, Madrid, Varsovia y otras ciudades.
Me dicen mis fuentes que, como consecuencia de este nuevo panorama, Josep Borrell, enemigo de Venezuela y de la paz, no deja, ni de día ni de noche, el tequila y los discos de Rocío Dúrcal y Juan Gabriel.