Salvo algunos excéntricos y de seguro bastante conservadores, especialmente en lo público, la mayoría de las almas que habitan el mágico mundo de América Latina y el Caribe no entendemos para qué diablos sirve un rey, una reina, príncipes, duques, condes y demás accesorios de la supuesta nobleza. De hecho, aquí en la Tierra de Gracia se acabaron los marqueses durante la Guerra Federal, conflicto largo y sangriento que terminó con lo que eran los últimos vestigios de la colonización española en la hoy República Bolivariana de Venezuela.
La muerte de Isabel II luego de 70 años de reinado, además de alimentar páginas de revistas del corazón, espacios de secciones de farándula en periódicos, medios audiovisuales y redes sociales, con informaciones mediatizadas y tendenciosas (a favor de la decadente corona británica) también se ha traducido en una nueva oportunidad para recordar lo absurdo, dañino y anacrónico que significa para una sociedad mantener a un grupo de personas que viven del trabajo de los demás en medio de la abundancia y groseros privilegios. Se estima que la reina deja una herencia de 400 millones de euros y que su sucesor, Carlos III ha acumulado 500 millones de euros.
Si hace más de 200 años por estos lares nos preguntábamos si se acomodaba a nuestra idiosincrasia eso de ser súbditos de un rey o una reina, hoy en día no hay duda alguna acerca de su inutilidad. ¿Acaso esa figura tan venerada en naciones que han construido su economía (en buena medida gracias al saqueo de los pueblos africanos, asiáticos y americanos) ha servido o sirve, por ejemplo, para promover la defensa de los valores democráticos?
No recuerdo ningún pronunciamiento de alguna casa real europea rechazando las dictaduras militares que martirizaron a Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil, Nicaragua, Guatemala, Haití y pare de contar.
¿Son útiles las dinastías de sangre azul a la hora de defender la paz e independencia de las naciones? Qué dijo alguna vez, algún testado del Viejo Continente; sobre las agresiones a Irak, Libia; sobre la guerra en Yemen, los bombardeos de la Organización del Atlántico Norte en tal o cual país; el bloqueo contra Cuba.
Y si se trata de honestidad, ¿cómo es que Londres se roba el oro venezolano y ningún ungido por la gracia de Dios objeta tal asalto? Por supuesto que no veremos nunca un gesto de tal categoría, porque el pillaje es parte de su cultura. No en balde la India no logra que le devuelvan el diamante Koh-i-noor-de 105 quilates que adorna la corona real inglesa y que reclama desde hace décadas.