Armando Carías
Los amantes del buen cine, ese que valoriza la inteligencia y la sensibilidad del espectador y que privilegia el valor de una buena historia, sin concesiones a lo comercial y sin necesidad de transformar la oscuridad de la sala en un picnic de cotufas y refrescos; tenemos en la humilde y acogedora salita de Celarg un remanso que nos reconcilia diariamente con el llamado séptimo arte.
Livio Quiroz, su programador, proyeccionista, portero y esposo de la gentil taquillera, ha logrado construir un espacio de encuentro y referencia para los consecuentes seguidores de su variada y atractiva programación.
Al solidario precio de cincuenta bolívares (25 para estudiantes y tercera edad), sus sesenta butacas se hacen insuficientes para alojar al creciente público que acude al Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, en Altamira, en la búsqueda de esas joyas tan escasas en las franquicias que han cartelizado la oferta cinematográfica de la ciudad.
En fechas recientes hemos podido disfrutar, aún antes de su premiación, de las cintas ganadoras del Oscar, así como de películas galardonadas en festivales latinoamericanos y europeos. También, con el fino análisis de Jacobo Penzo que le llega vía internet a quienes habitualmente acuden a la sala, puede accederse a críticas y comentarios que complementan la visión de la obra y su autor.
Los sábados puede disfrutarse del mejor cine de todos los tiempos en proyecciones que, con entrada libre, se realizan a las dos de la tarde y próximamente anuncia el inicio de ciclos de cine infantil.
El “Cinema Paraiso de Livio Quiroz” es una auténtica sala comunitaria, en la que se ha creado una suerte de familiaridad similar a la del librero con sus visitantes: adultos y jóvenes que le saludan al llegar como amigos de toda la vida, que le consultan datos sobre el director del film, que comentan la película mientras degustan un café en las mesitas ubicadas a la salida de la sala, incluso, en algunas ocasiones en las que el “proyeccionista, portero, programador” no ha llegado a la hora convenida, le llaman a su celular preguntándole si ha tenido algún contratiempo y, si es necesario, irlo a buscar o llevarlo a su casa (no es exageración, doy fe de ello).
Por eso, el gesto de gratitud, dedicamos estas líneas a un trabajador que nos reivindica con el rol de servicio público del arte, con el amor hacia su trabajo y con uno de los espacios fortalecidos por la Revolución para democratizar el acceso y disfrute de la cultura.