Por Armando Carías
Solía contar Chávez, nunca supe si en broma o en serio, que era probable que en los otros planetas del Sistema Solar, esos de los que hasta ahora se desconoce la existencia de alguna forma de vida, en algún momento de su infinita existencia sideral pudo haber germinado en ellos una avanzada civilización, inimaginable para nosotros, con seres de los que desconocemos absolutamente todo, dado que, en base a la teoría que en sus relatos dominicales construía nuestro Comandante Eterno, pudo haber llegado hasta los remotos confines de la Vía Láctea, el Big Ben del capitalismo, convirtiendo en meteoritos las bibliotecas marcianas, implosionando, con músicos y todo, las salas de concierto que pudieron haber existido en los anillos de Saturno, haciendo desaparecer en un nanosegundo hasta el más diminuto retoño de algo que pudiera parecerse a lo que conocemos como vida, es decir, cultura.
Podría también pensarse, especula este cronista, que algo parecido pudo haber acontecido con el teatro, ese arte que en algún momento de los pasos humanos sobre la tierra, corrió libre y soberano, en tiempos en los que fue propiedad de todos y de todas por igual, sin distingo entre actores y espectadores o, como diría Augusto Boal en su poética, con un amplio elenco de “espectactores”, categoría con la que el investigador brasilero devolvió al pueblo lo que nunca debió salir de su territorio.
El monstruo capitalista, póngale usted la máscara que mejor le parezca, disfrácelo de alto ejecutivo de Banesco o maquíllelo de bachaquero, suele devorarse todo lo que consigue a su paso, desde la conciencia del vecino que le revende bien cara la harina del Clap, hasta el gerente de ese banco que trafica con el efectivo que ni usted ni yo tenemos para comprar medio cartón de huevos.
Fue así como, tras una larga temporada en la que no hubo divisiones en “clases teatrales”, entró a escena “la mano invisible del mercado” e inventó la taquilla.
Hasta ese momento todo aquel que se llamara pueblo tenía derecho a contar sus historias sin intermediarios escénicos, sin “primeras figuras” que firmaran autógrafos a la salida de las funciones, sin divas que coleccionaran críticas especializadas, sin escritores por encargo, sin puestas en escena monitoreadas desde Broadway, sin productores que hicieran “casting”, sin empresarios que se llevaran la mayor tajada y sin medios de comunicación que decidieran, con titulares de primera plana, quien era artista y quien un vulgar extra del reparto.
Así opera el capitalismo en el teatro. Así en el arte. Así en todo lo que toca.
Pero aquí en Venezuela ¡llegó la Revolución y mandó a parar!, y para demostrarlo se mandó con el Festival que acaban de regalarnos, con lacito y todo, nuestra Alcaldesa y el Presidente Maduro, un festival que nos permitió reencontrarnos con el pana Eurípides, con el convide Sófocles y con el papá de los helados, el trágico Esquilo, primeros chicharrones de esa maravillosa forma “disposicionera” de hacer teatro, esa especie de “vente tú” escénico en el que hasta el más sordo de la partida, por lo menos la charrasca toca.
A continuación, ¡ahora sí!, la crónica malandra de un festival que, fusilándome la ocurrencia periodística de Iván Padilla Bravo, nos puso a “todos (y a todas) adentro” de la movida teatral.
Teatro, comuna o nada
Tendiendo la grilla festivalera, esa sábana gigante que preparó Fundarte para guiarnos en la travesía por obras de sala, espectáculos callejeros, talleres, batidas en las comunidades, conciertos y encuentros con los artistas e invitados; nos decidimos por probar un poquito de cada plato, haciendo malabares para cumplir con la parte que también nos tocaba como facilitadores en el área de teatro infantil, como creadores con el Colectivo Comunicalle y, de paso, como periodistas.
Así, entre ensayos, clases y calurosos traslados en el Metro; con la lengua afuera alcanzamos ver una decena de obras, la mayoría con abundante público (rasgo permanente en el Festival), siendo estas, las criollitas “Baño de damas”, “Buenaventura Chatarra”, “El hombre de la rata”, “Cuentos de guerra para dormir en paz”, “Hembras, mito y café” y, de las de afuera, “Otelo” (Chile), “Pinocho” (Colombia) , “Gris” (Cuba), “La extinta poética” (España) y “No daré hijos, daré versos” (Uruguay).
Como no quiero serrucharle el piso a mi amigo, el crítico Moreno Uribe, no iré más allá del género periodístico de lo que esta crónica me exige. Prefiero referirles la maravilla del llamado “eje académico” del Festival, espacio que convocó a cientos de jóvenes estudiantes de artes escénicas, llegados de diversos puntos del país, quienes sumaron su entusiasmo, talento, ganas de aprender y de compartir, a las orientaciones de creadores de mayor experiencia.
Párrafo aparte merecen las más de ¡ochenta comunidades! de la ciudad que sirvieron de anfitrionas a los grupos que visitaron sus callejones, plazas y otros espacios de vida vecinal, actividad que, a mi juicio, reviste el mayor logro de esta séptima edición festivalera, ya que permitió trascender el formato convencional de otros eventos similares; insertándose en el propio corazón de la ciudad, ese que late en las escaleras del barrio, en la cancha y en cada palabra de agradecimiento de quienes, en otros tiempos, no eran invitados a la fiesta.
Si a ellos sumamos las reuniones que instituciones y grupos teatrales sostuvieron con los representantes de otros festivales latinoamericanos, en las que hubo un rico intercambio de saberes que permitirá en un futuro articular proyectos y giras; no nos queda más que cerrar el telón de esta crónica con un sonoro ¡Bravo! a los organizadores de esta “7mo Festival Internacional de Teatro de Caracas”, esfuerzo de la Revolución Bolivariana, un logro del cual nuestro Comandante Eterno, seguros estamos, debe estar aplaudiendo desde el espacio de la inmortalidad en donde se encuentra custodiando y alentando nuestros pasos.