Nací en Caracas el 23 de noviembre de 1962. Me crié en un apartamento en Los Chaguaramos, en Valle Abajo, de 50 metros cuadrados, y ahí vivimos felices. Mi papá, Nicolás Maduro García, fue dirigente sindical. Militó en el Movimiento Electoral del Pueblo (MEP), el partido fundado por el maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa como alternativa frente a la hegemonía adeco-copeyano. Mi mamá, Teresa de Jesús Moros Acevedo, era una mujer humilde, se dedicó a la crianza de sus hijos.
Mi infancia transcurrió en los barrios aledaños a mi casa, entre la gente humilde, en medio de sus penurias. Estudié en el liceo José Ávalos en El Valle y apenas despuntó la adolescencia me integré a las luchas cotidianas. En el barrio los jóvenes nos comenzamos a organizar para resolver los problemas de la comunidad y para divertirnos. Hacíamos una escalera y jugábamos una partida de pelotica de goma, construíamos una escuela y hacíamos un sancocho, frisábamos un muro y armábamos una parranda, elegíamos a la reina de carnaval y limpiábamos las calles por donde pasaba la carroza. El cine, las obras de teatro, los libros y las canciones de protesta comenzaron a aparecer en nuestras vidas. En el barrio y en el liceo se organizaron cine-foros, círculos de estudio, grupos teatrales. Nos hicimos más sensibles ante el hecho social y estético, y menos ingenuos políticamente. Nos fuimos acercando a gente que nos hablaba de los derechos del pueblo y del socialismo. Nos percatamos de que la pobreza y la iniquidad no tenían por qué ser eternas y que la lucha individual no era suficiente. Entonces nos organizamos políticamente.
En esa época no hubo injusticia que no denunciásemos ni sueño que no quisiéramos materializar. Luchábamos por un mundo mejor. En el camino templamos el acero de nuestras convicciones y dejamos expuestas las heridas de nuestra sensibilidad. Entendimos que, como decía Fidel Castro, “Las ideas políticas de nada valen si no hay un sentimiento noble y desinteresado. A su vez, los sentimientos nobles de la gente de nada valen, si no hay una idea correcta y justa en que apoyarse.”
Cada vez que reclamábamos nuestros derechos nos difamaban y nos reprimían. Fuimos hostigados por gobiernos que nos acusaban de ser enemigos de la democracia y la civilización, y por sus mayordomos, los partidos políticos que recogían lo que nos dejaban los imperios. De nosotros no hubo nadie que no hubiese respirado los gases de las bombas lacrimógenas, que no hubiese corrido delante de un policía, que no hubiese caído prisionero. Hubo compañeros que quisimos entrañablemente, un día no supimos más de ellos: fueron asesinados o desaparecidos.
Una vez el gobierno contrató a Michel Schosudovsky, un especialista internacional, para estudiar la realidad del país. Cuando éste suministró los resultados de su investigación, las cifras revelaron la terrible pobreza que padecía la mayor parte de la población. Se alarmaron y decidieron esconder el informe. Creían que ocultándolo desaparecería el problema. Alguien lo encontró y lo publicó: éramos un rico país petrolero cuyos habitantes estaban sumidos en la miseria. Gente talentosa que no pudo estudiar. Hombres del campo que ya nunca más pudieron sembrar. Mujeres honestas que se prostituyeron por necesidad. Niños a quienes no les pudieron comprar juguetes. Estudiantes a cuyos padres no les alcanzó el dinero para los útiles escolares ni para el Niño Jesús. Obreros que solo bajaban de los cerros para trabajar.
Para entonces abundaban los plutócratas que se creían dueños del país, los funcionarios petrificados en la indolencia, los cabilleros a sueldo de AD y Copey, los sindicalistas al servicio de los patronos, los maleantes que ejercían de parlamentarios, los jueces pagados por criminales, los torturadores que trabajaban de policías, los oficiales que despreciaban al pueblo, los políticos que entregaban la Patria.
Pero también hubo hombres y mujeres que luchaban para hacer posible un mundo mejor. Mujeres y hombres anónimos que hacen “todo por el bien de todos”, como decía José Martí. Han quedado sembrados en el recuerdo y nunca mueren porque son eternos. Sin ellas y ellos no se hubiese levantado esta escuela ni abierto aquella fábrica, no se hubiese reparado esta injusticia ni cumplido este deber. Sin ellas y ellos Venezuela sería un desierto donde el viento de la desmemoria habría borrado los caminos que conducen a la justicia.
Así, con el barrio como fermento se fue macerando en mí la concepción de lo que significa ser un activista político. Ese era yo cuando conocí al Comandante Hugo Chávez. Eso fue lo que se hizo levadura bajo su liderazgo. Y ahora estoy aquí, con Chávez y su legado, con nuestro pueblo y su esperanza, dispuesto a asumir nuevamente mi compromiso con lo que he sido y con lo que seguiré siendo: un muchacho de barrio fiel a sus orígenes, consagrado a defender a los más humildes.