Por István Ojeda Bello
Con particular atención el pueblo cubano siguió la sesión constitutiva de la Novena Legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular. A través de la radio, la televisión y desde las cada vez más extendidas redes sociales, la gente estuvo atenta a un suceso cuyo desenlace esperado no le restó prominencia en la agenda pública.
Por primera vez alguien que no se apellidara Castro asumiría el puesto más importante del Estado o el Gobierno en Cuba. No sorprendió que los críticos del proceso revolucionario cubano presentaran lo visto en el Palacio de Convenciones de La Habana con toda la carga peyorativa posible, sin embargo, lo que cuenta es el apoyo de la mayoría de la opinión pública interna, así como de gobiernos amigos como los de la República Bolivariana de Venezuela, el Estado Plurinacional de Bolivia, la Federación Rusa y la República Popular China, incluso hubo respetuosos saludos desde Colombia, México o el Reino Unido.
Por primera vez en mucho tiempo los medios de comunicación domésticos transmitieron en vivo la toma de posesión de los 605 diputados del Parlamento unicameral del Archipiélago y la subsiguiente elección por estos de la presidencia del poder legislativo y más tarde de los integrantes del Consejo de Estado que, junto al Consejo de Ministros, conforman el núcleo del poder ejecutivo en Cuba. La novedad denotó lo trascendental del momento, quizás no tanto en el orden práctico como desde el punto de vista simbólico.
El que la dirección de la Revolución vaya dejando de estar en manos de la generación histórica que protagonizó la lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista no es un proceso que comenzó el 19 de abril de 2018, sino, por lo menos, desde los años 90 del pasado siglo. Basta con examinar el cambio paulatino en la composición del Legislativo y la edad de la mayoría de los ministros, así como de los demás puestos de cualquier rango en las instituciones del Estado y del Partido Comunista; quien lo haga se percatará que en su inmensa mayoría están ocupados por personas cuya formación y educación tuvo lugar después de 1959.
Esa realidad no le resta relevancia a lo ocurrido el 18 y 19 de abril pasado, sino que desde el punto de vista del cubano de a pie tiene una connotación diferente. Para quienes vivimos en esta Isla no hubo una sucesión dinástica como dijo el aborrecible secretario de la Organización de Estados Americano, Luis Almagro, sino la apertura de una etapa donde la autoridad moral de la dirigencia de la nación no radicará tanto en su trayectoria en la lucha revolucionaria antibatistiana, sino en su capacidad para ser fieles a los más preclaros valores de justicia social defendidos por el socialismo cubano.
Y eso parece tenerlo claro el nuevo presidente de los consejos de Estado y de Ministros, Miguel Díaz-Canel Bermúdez quien en su discurso de ascensión recalcó que no subía a la tribuna con un morral lleno de promesas, sino con una carpeta colmada de tareas por hacer. Los jóvenes que representa el ingeniero electrónico y profesor universitario nacido en la provincia de Villa Clara al sentarse en los más decisorios asientos de la cabina de pilotaje del país, lo hace con un clarísimo “plan de vuelo”: Los Lineamientos y el Plan de Desarrollo hasta el 2030 aprobados después del Sexto Congreso del Partido Comunista de Cuba.
Resumidos en ambos textos está la plataforma programática consensuada con amplios sectores de la vida económica y de la sociedad civil. Ir contra eso sería un suicido político para quien lo intente.
En esta ornada de cuadros políticos y gubernamentales lógicamente tendrá sus matices y claros estilos individuales de dirección, porque cada timonel los tiene, más en los últimos 10 años sus mayores se han asegurado de crear esa plataforma programática altamente consensuada con la población sobre cuáles serán las principales direcciones estratégicas de Cuba en los años venideros.
¿Hay expectativas? Desde luego que sí. Negarlo sería hacerle el juego al inmovilismo y la desidia contra la que tanto luchó el Líder Histórico de la Revolución, Fidel Castro, y sobre la cual sigue alertando Raúl. De ellos esta nueva generación de ejecutivos empresariales, dirigentes políticos, ministros y… presidentes, deberá siempre tener en cuenta el total desapego por los títulos y los honores. De sus predecesores ha aprendido a tener una inquebrantable fe en el pueblo, la honestidad fuera de toda duda y quizás algo que resume todo: su desprecio por honores y prebendas, haciendo suya aquella frase de José Martí: “toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”. Solo que en este caso sería pertinente decir también todo el poder cabe en un grano de maíz.