A Trump lo ficharon primero
La justicia poética, aunque sea temporal, siempre da un fresquito. Así fue ver la fotografía de la reseña policial de Donald Trump, el arrogante magnate que mandó a hacer carteles con los retratos de sus adversarios mundiales, con el rótulo de “Se busca”, como los que pegaban los sheriff en los pueblos polvorientos del Lejano Oeste, según las películas de vaqueros.
El tipo que se dedicó a ofrecer recompensas por gobernantes legítimos y por funcionarios de los países de los que se quería apoderar (según su confesión descarada) ahora está fichado en su propia nación, como cualquier malandrín.
El más reciente proceso contra Trump es por pretender alterar los resultados electorales, otra gran ironía porque todo el montaje que su gobierno armó contra el de Nicolás Maduro se basa en el cuestionamiento a las elecciones de 2018. Fue ese infundado argumento el que le permitió inflar la opereta del interinato y, por esa vía, robarse Citgo, los depósitos venezolanos en la banca estadounidense y hasta piratear tanqueros en altamar.
El cuestionamiento también es tácito contra la hipocresía general de Estados Unidos. El mismo país que exige que en naciones como Venezuela se abstengan de inhabilitar a opositores que han incurrido en delitos e irregularidades, tiene en marcha una persecución contra el expresidente y aspirante a retornar a la Casa Blanca. Así son los gringos.
Desclasifican la verdad medio siglo después
Los desmanes de Estados Unidos tienen largo pasado y la mayor parte de ellos se basa en el secreto. El país que postula la democracia y los derechos humanos comete toda clase de tropelías dentro y fuera de su territorio y las encubre mediante un velo de confidencialidad.
Ya sabemos lo que les pasa a las personas que osan romper el impenetrable muro que esconde todos esos crímenes: Julián Assange y Edward Snowden pueden dar fe de ello.
El mecanismo de ocultamiento se vale de varios subterfugios. Uno de ellos es que, después de cierto tiempo, se le da acceso al público a una parte de los documentos. Claro, se cercioran de que cuando esto ocurra, ya sólo sirvan para hacer libros de historia.
Está pasando ahora. Cuando se cumplen 50 años del golpe de Estado contra el presidente constitucional Salvador Allende, que hundió a Chile en 17 años de barbarie dictatorial, se accede a “desclasificar” algunos papeles en los que se comprueba cómo ese acto criminal y genocida fue perpetrado bajo la coordinación de la CIA.
Es inevitable sentir que se trata de una burla. Cuando ya Richard Nixon, Augusto Pinochet y casi todos los responsables están muertos o sumamente ancianos (como el aparentemente inmortal Henry Kissinger), Washington demuestra su “transparencia” y reconoce que por allá estaban los autores del atroz zarpazo a la democracia, dado en nombre de ella misma.
Barbaridades de una potencia decadente
La evidente decadencia de Estados Unidos como potencia hegemónica tiene constantes expresiones en el plano interno. Las tuvo durante la gestión de Trump ante la pandemia, tan nefasta que le costó su reelección, y las tiene ahora en el gobierno de Joe Biden con un conjunto de alarmantes señales.
Entre ellas destaca la crisis del fentanilo, que está asolando a todas las grandes ciudades del país norteamericano, con una virulencia que horroriza. En las calles de estas modernas urbes pueden verse las víctimas de la poderosa droga ante la que el gobierno parece estar inerme o ser cómplice.
También se ha agudizado la violencia armada. Los incidentes con tiroteos son cosa de casi todos los días, muchos de ellos protagonizados por jóvenes y hasta niños. La élite política estadounidense es incapaz de enfrentar esta permanente amenaza a la vida de los ciudadanos porque la industria armamentística tiene el poder para impedir que se establezcan normativas. En la práctica, los fabricantes de armas son los dueños de muchos dirigentes políticos en todos los niveles y regiones.
A estas calamidades se les suman situaciones contingentes, como los incendios que causaron destrucción y muerte en Hawái, ese estado que es a la vez como una especie de posesión colonial de ultramar de Estados Unidos. La respuesta del Gobierno federal fue insuficiente y negligente y luego se ha sabido que, tras la tragedia, se ha desatado una intensa operación de compra de tierras a los sobrevivientes y damnificados, con poderosas corporaciones detrás del negocio. La rapacidad del neoliberalismo no tiene límites.
Motorizados venezolanos perturban la idílica NY
Como suele ocurrir, las taras, las deformidades monstruosas de la sociedad estadounidense se mantienen ocultas gracias a su todopoderosa maquinaria mediática. Y también gracias a que entre las víctimas de sus atropellos hay gente que racionaliza y justifica todo.
Un ejemplo de esta conducta es la matriz de opinión que se ha forjado últimamente, según la cual ciertos desórdenes que se están presentando en Nueva York son causados por venezolanos pobres.
Circulan imágenes de los desmanes que protagonizan los supuestos venezolanos motorizados en la metrópoli, casi todos emitidos por avergonzados compatriotas que acusan a estas personas de haber llegado a perturbar la armonía y el respeto a la ley.
El relato intenta establecer la creencia de que Nueva York había sido siempre un lugar pacífico, que ahora se corrompe por culpa de la inmigración criolla. Es un mito desmentido incluso por la propia industria imperial del entretenimiento que ha reflejado a la Gran Manzana como el escenario de las más brutales contradicciones: entre la ostentación y el lujo de los rascacielos y las zonas comerciales y la peligrosidad de sus grandes conglomerados de miseria y segregación racial.