El discurso de Raúl Castro en el VIII Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC) recordó la larga batalla de Cuba para preservar su revolución, defendiéndola de las constantes agresiones del imperialismo. El Congreso tuvo lugar en los sesenta años transcurridos desde la invasión mercenaria en Playa Girón – del 17 al 19 de abril de 1961- con la que la CIA quiso acabar con la joven revolución que, el 16 de abril de 1961, había declarado su carácter socialista en palabras de Fidel Castro.
«La invasión de Playa Girón, que se produjo durante el mandato de un presidente democrático, —recordó Raúl en alusión a Kennedy— fue parte del programa para derrocar a Fidel Castro que incluyó sabotajes, acciones terroristas, apoyo a bandas contrarrevolucionarias que masacraron a jóvenes, campesinos y obreros. Nunca olvidaremos a los 3.478 muertos, víctimas del terrorismo de Estado”.
Hoy, documentos desclasificados del Pentágono muestran que, ya en 1960, la CIA había intentado comprar al piloto que iba a llevar a Praga una delegación cubana de la que Raúl formaba parte, para matarlo simulando un accidente aéreo. Sería el primero de una larga serie de ataques que han cambiado de forma pero no de objetivo: derrocar al gobierno, después de haberlo aislado y debilitado internamente.
La guerra sucia contra Cuba, que hoy se renueva contra la revolución bolivariana en Venezuela, fue un capítulo de la más generalizada contra la Unión Soviética y el «peligro rojo». Una filosofía que, como afirma uno de sus protagonistas titulados, el ex coronel del Ejército de Estados Unidos Lawrence Wilkerson, ayer en la cúspide de la planificación política del Departamento de Estado, hoy retirado, ha sido parte integral de la política económica estadounidense desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, dependiendo de si gobernaba el Partido Demócrata o el Partido Republicano, Estados Unidos ha modulado la forma de su política exterior, dejando intacta la sustancia imperialista que lleva consigo desde el principio.
Hace treinta años, el politólogo Joseph Nye acuñó el término soft power, poder blando, para referirse a la capacidad de Estados Unidos para hacer que otros países se identifiquen con sus propios deseos y valores, presentándolos como los más atractivos y los más adecuados para gobernar el mundo. Un «estilo» en el que vuelve a recurrir el demócrata Biden: para distinguirse del hard power, el poder duro de Trump, que resaltaba el caos de un imperio en decadencia, pero no por imponer un cambio de rumbo, siendo el poder coercitivo intrínseco a la naturaleza imperialista del Estado norteamericano desde su origen.
Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, el capital estadounidense se autoproclamó portador de una misión hegemónica mundial. Un plan que requería la sumisión de los demás capitalismos más débiles, pero también la cooptación ideológica de las grandes masas, dentro y fuera del país, convencidas de identificarse con ese proyecto y rechazar visceralmente al comunismo como un «mal absoluto». La necesidad estratégica de desinformación apareció de inmediato como un elemento fundamental del proyecto hegemónico, subyacente a las primeras directivas de posguerra del Consejo de Seguridad Nacional.
Emblemáticos son los dos famosos memorandos de Barnett, que iban a dar forma a esas directivas y que encontraron aplicación después de 1950. La prioridad no era solo la esclavitud ideológica de las masas populares de los antiguos países coloniales o bajo la influencia soviética; sino también de estadounidenses que, cansados de la guerra, fueron cooptados en la lucha contra el “peligro rojo”.
Un proyecto encomendado no solo a los aparatos tradicionales de control ideológico, sino también al desarrollo de su base oculta, apta para operaciones de guerra psicológica. En esos memorandos, Barrett consideraba a “los intelectuales conscientes, la apatía pública, la resistencia de la población y las tradiciones democráticas estadounidenses” como los principales obstáculos. Por tanto, era prioritario enmascarar con una retórica adecuada los intereses reales: los del complejo militar-industrial.
El gran capital estadounidense inició ya la Segunda Guerra Mundial con un preciso diseño imperial con el que completaba la interpenetración entre el poder político y el económico. El certificado de nacimiento del complejo militar-industrial que domina la política estadounidense se remonta a 1941, cuando el gobierno decidió depender de la industria privada para la producción de las armas necesarias para la guerra. Los científicos que trabajaron en la bomba atómica actuaban bajo las órdenes del general Groves en su unidad ultrasecreta. Y ya en el período de guerra todas las fases de producción de la bomba atómica fueron encomendadas a los distintos monopolios.
El mundo empresarial introdujo entonces a sus hombres en los servicios secretos, como ya lo había hecho en la producción bélica, en la política exterior, en los altos mandos militares. El proyecto de Roosevelt para la creación de la ONU debía corresponder a los objetivos imperialistas de este comité empresarial, que es crucial para la política norteamericana. La «paz mundial» se establecería sobre la base de leyes redactadas por las Naciones Unidas y dictadas por el Consejo de Seguridad. La ONU se convertiría en el instrumento de la supremacía estadounidense en el mundo. Los países que intentaran armarse y eludir las reglas impuestas por Estados Unidos serían bombardeados.
El 3 de abril de 1949, durante una reunión confidencial entre los cancilleres que habían firmado la Alianza Atlántica y los líderes militares y políticos de Estados Unidos, encabezados por el entonces presidente Harry Truman, el cazador de comunistas dejó las cosas claras: «Me gustaría enfatizar – dijo – que la amenaza soviética no es solo militar; es la amenaza del comunismo como idea, como fuerza social dinámica e igualitaria que se alimenta de los desequilibrios sociales del mundo, lo que constituye un problema básico para Occidente; aunque de hecho encuentra una fuerza significativa en el poder soviético, a la larga es la idea misma lo que constituye una amenaza aún más insidiosa».
Y sería el propio Truman el que diera un nuevo paso a la política exterior de las próximas décadas con la creación del complejo militar-industrial-financiero-bancario, durante la proclamación del «estado de emergencia nacional» y con el pacto entre los responsables de la seguridad nacional y los medios de comunicación; entre febrero y abril de 1951. Hoy, los mismos analistas estadounidenses dentro del establishment confirman los planes imperiales que subyacen en la retórica de » la mayor democracia del planeta». Admiten que el verdadero objetivo era la destrucción de la Unión Soviética.
Por otro lado, ya en 1984, durante una conferencia en Ginebra que reunió a 200 participantes entre científicos, académicos y diplomáticos, Joseph Rotblatt, quien había trabajado a las órdenes del general Groves para la bomba atómica, declaró que el objetivo de las armas nucleares era la destrucción de la Unión Soviética. Un objetivo que se renueva incluso después de la desaparición de la URSS en un intento de preparar al mundo para aceptar el uso de armas nucleares tácticas en guerras de nuevo tipo, que implican la balcanización del mundo.
A los intereses del complejo industrial militar, tal como se ha venido caracterizando en las diversas fases del capitalismo, varios analistas militares norteamericanos añaden ahora los del «estado profundo». Una definición acuñada por Michael Logfren, un excongresista republicano, quien la expresó en el libro Deep State en 2016, luego de jubilarse. El «estado profundo» estaría conformado por una sólida red de intereses, que actúa no solo en el gobierno, sino también en Wall Street y Silicon Valley para imponer sus objetivos en materia de defensa, políticas comerciales y orientaciones geopolíticas, independientemente de las necesidades de la población.
Un conjunto de lobbies transversales que presionan sobre las decisiones de los gobiernos y sus instituciones, por ejemplo en la Corte Suprema, para imprimir el rumbo en nuevos tipos de guerras y en el gasto militar, y que tienen como arquitrabe el apoyo de grandes corporaciones mediáticas y la estrategia de desinformación.
Las guerras de un nuevo tipo, que a menudo son guerras subcontratadas, y la gigantesca guerra contra los pobres que el capitalismo necesita para hacer frente a las protestas de los oprimidos, implican el incremento del gasto empresarial en seguridad privada. Necesitan aumentar el número de contratistas, especialmente en «misiones en el exterior», en bases militares de la OTAN y en operaciones mercenarias como las que se intentaron en Venezuela. Aún en nombre de la «paz», Estados Unidos está presente con sus bases militares (más de 750) en 150 países, librando guerras continuas desde la primera invasión de Irak (1991) y desplegando sus sistemas de control por mar y por tierra, asumiendo el derecho al genocidio, tanto con bombas como con «sanciones», el de los secuestros sin fronteras, y el de los «asesinatos selectivos» como lo hicieron al eliminar a un general y a un científico iraní.
Sin tener que recurrir a análisis que ven el árbol pero no el bosque, los marxistas saben que está en la naturaleza del capitalismo tratar de resolver su crisis estructural librando guerras imperialistas: guerras por el acaparamiento de recursos, híbridas y multiformes como vemos contra Venezuela o Cuba. El complejo militar-industrial impone a los gobiernos capitalistas satélites la economía de guerra también como motor de la «reconstrucción pospandémica», transformando la gestión de las necesidades básicas de los sectores populares en una cuestión de seguridad nacional y cooptándolos en la «filosofía empresarial» como modelo de gestión de la empresa.
Las multinacionales de la Alianza Atlántica controlan el 80,4% del mercado mundial de armas y sistemas de defensa. El 30% de los científicos e ingenieros estadounidenses que trabajan en investigación y desarrollo están empleados en campos relacionados con la industria militar. Hoy, con el pretexto de la crisis pandémica y con la fábula de una «economía expansiva» basada en la industria bélica a través de la cual grandes instituciones internacionales venden la estafa de un «nuevo keynesianismo», los países de la OTAN están aumentando su gasto militar y el de seguridad. En Gran Bretaña, el primer ministro Boris Johnson ha destinado el equivalente a 18.500 millones de euros para «la mayor inversión en defensa desde el final de la Guerra Fría».
A pesar de ello, la superioridad militar del enemigo es solo uno de los elementos a considerar en el enfrentamiento. La guerra de clases está llena de ejemplos en los que «ejércitos andrajosos» han derrotado a los bien armados. La heroica resistencia del pueblo bolivariano en Venezuela en sus 22 años de revolución es una demostración de ello. Y, por eso, la revolución cubana sigue representando una sonora bofetada, lanzada en el gran siglo XX, que aún le arde al imperialismo.
A finales de marzo, un artículo del Washington Post sostenía que la isla podía convertirse en una potencia en el campo de las vacunas contra el coronavirus, y recordó el camino de Cuba desde la primera década de los 80 cuando Fidel, quien siempre se mantuvo actualizado con revistas médicas, dio indicaciones para producir interferón contra la epidemia de dengue. Cuba produce hoy 8 de las 11 vacunas necesarias para el contexto nacional y las exporta a más de 30 países. En 2017 se iniciaron los ensayos clínicos del tratamiento cubano Cimavax para el cáncer de pulmón en el centro especializado de Nueva York. Un resultado por haber priorizado las inversiones en educación y salud.
Como siempre, periodistas y supuestos expertos hablaron del Congreso mirando la historia por el ojo de la cerradura, a partir de los estereotipos dominantes en la democracia burguesa: fin del comunismo, aperturas a la economía capitalista, «fin de la dinastía Castro», los jóvenes contra los viejos y así sucesivamente. La historia de Cuba, resumida en el discurso de Raúl Castro durante su histórica entrega del cargo, ha enfrentado en cambio problemas de fondo. Y ha demostrado la extraordinaria relevancia del socialismo como única democracia verdadera, en la especificidad de los contextos en los que ha resistido, sobrevivido y se ha renovado.