Clases, Odios y Esperanzas en la Diáspora Venezolana
Por: Juan Manuel Parada
Me iría demasiado
Comenzó en Venezuela hace casi dos décadas, con una campaña para incentivar la migración –en apariencia bobalicona–. En un micro audiovisual, un joven del este del este de Caracas expresaba –con el típico tono de la juventud sifrina– que se “iría demasiado”; de un país que para entonces exhibía irrefutables números de crecimiento económico, inclusión al sistema universitario, acceso a la salud y a los alimentos, construcción masiva de casas y el robustecimiento de la organización popular. Lo hacía con el artificioso argumento de la violencia y la inseguridad, luego fue mutando progresivamente a lo que hoy vemos con asombro y cólera en las redes sociales, y que ha tenido sus etapas bien orquestadas en los laboratorios de desinformación que dirige María Corina Machado y su pandilla de coyotes.
Primero fue la promesa del sueño americano o vuelta a la abuela Europa, estimulando la idea del triunfo individual en un país que les garantizara libertad y seguridad. Luego nos dejaron sin alimentos ni medicinas a través del bloqueo, las sanciones y el ataque a la moneda que pulverizó los salarios; y la promesa se convirtió en tres platos de comida seguros en cualquier país de la región. Finalmente, a medida que el país recuperó el abastecimiento –con el esfuerzo de la producción nacional que lideró el presidente Maduro–, la premisa fue huir de la supuesta dictadura venezolana, dejando atrás a los “gorgojeros”, “lambucios” y “conformistas”, que agruparon en la etiqueta de “maduristas”.
Todo un plan que provocó el éxodo de millones de personas de los estratos sociales medios y bajos, que decidieron irse por las duras condiciones económicas y el bombardeo mediático. Esto se tradujo en una gran oportunidad de negocio para los coyotes, a la vez que generó el escenario político perfecto para someter a los migrantes venezolanos a un feroz ataque psicológico de odio contra su país, de vergüenza por sus orígenes y, sobre todo, a lo que remita a chavismo, a bolivarianismo y a Nicolás Maduro. ¿Cuál será el costo a pagar por una persona común que se asuma chavista públicamente en el extranjero?
Una vez que la derecha instaló el odio y la negación en amplios sectores de migrantes venezolanos, puso en marcha la siguiente etapa del plan, despertaron las miradas recelosas en contra de estos migrantes.
De esta manera se fue gestando un ambiente de intolerancia contra los venezolanos humildes que se hicieron diáspora en el mundo. Han sido perseguidos, humillados y sometidos a las peores condiciones. Incluso muchos de sus propios compatriotas –asentados previamente y de estatus regulares en diversos países– fueron sus primeros enemigos. Algunos justifican los ataques entre compatriotas alegando diferencias insalvables, aducen que ellos llegaron a aportar con sus capitales, con sus estudios universitarios, con sus buenas costumbres, mientras que los demás fueron tildados de lumpen, chavistas arrepentidos, los culpables de siempre.
Hay algo detrás de ese odio aparentemente irracional –que pocos advierten y reconocen–, el hecho de que en esos países –y en especial en Estados Unidos– el sifrino del este caraqueño (o quien aspira serlo), estudiante de la Santa María, de la Metropolitana o de cualquier universidad privada de Venezuela, ese migrante con visa y pasaje de avión, muchas veces tiene el mismo destino en guetos o trabajos paupérrimos que tienen los jóvenes que atraviesan ríos y selvas, igual horizonte y trato que los venezolanos tostados por el sol y la vida, los de barrios y pueblos olvidados, los indocumentados. Este igualamiento se traduce ante ojos extranjeros –tanto estadounidenses como de otras latitudes– en intolerancia. De manera que muchas veces, fuera de Venezuela, no se perciben las distancias de clase, allá son allanados a la misma clase social y la misma condición racial; esas distinciones suelen ser inadvertidas y a menudo son explotados de igual manera, condenados a los oficios menos lucrativos, sin importar si tienen calificación y certificación profesional.
El extinto Tren de Aragua
Siguiendo el ejemplo nazi –cuyos actores culparon a los judíos de las calamidades económicas de la Alemania de entonces–, las multitudes nativas de países con fuerte presencia de migración venezolana empezaron a culpar a los venezolanos de robar sus puestos de empleo. La xenofobia se instaló de tal manera que incluso se generó una matriz de opinión que marcó al migrante venezolano como sospechoso de todo crimen: atracos, homicidios, estafas, agresiones sexuales… Se levantó una percepción en extremo negativa hacia el gentilicio de la patria de Bolívar.
En este contexto surge la narrativa en torno al ya desmantelado Tren de Aragua. Una banda delincuencial venezolana que halló fuerza en la misma fuente de odio internacional hacia Venezuela, y que –aprovechando la ola de migración que la propia derecha alentó– empezó a operar junto a círculos criminales de otros países, con el apoyo de Uribe y Duque, por ejemplo, controlando territorios fronterizos estratégicos en connivencia con grupos armados, formando una suerte de para-Estado que el presidente Nicolás Maduro supo conjurar de manera oportuna.
Una vez derrotado en Venezuela el Tren de Aragua, se activó una campaña mediática que hizo reaparecer en las calles de la Florida y Nueva York supuestos integrantes de esta banda, con evidente prejuicio mostraban rostros de jóvenes trabajadores, mestizos, con tatuajes y ropa urbana, como suelen lucir millones de jóvenes en el mundo.
Era preciso criminalizar a los hijos e hijas de Bolívar, ser chavista no es un crimen (por ahora, afortunadamente) ni migrar es un delito, pero la extrema derecha construye su andamiaje legal a la medida de sus deseos, deroga de un plumazo decretos presidenciales, órdenes ejecutivas y otros instrumentos que amparan a la diáspora venezolana. En Estados Unidos, el gobierno de Trump llega al punto de desempolvar una ley del siglo XVIII, la de enemigos extranjeros, que está totalmente divorciada del derecho internacional vigente. De este modo asume facultades para aprehender, restringir y deportar a cárceles de otros países (como El Salvador), a gente honesta y trabajadora, sin permitirle derecho a la defensa, sin juicio, bajo la acusación de formar parte del Tren de Aragua y, por tanto, de terrorismo.
El origen de la unión nacional
Nuevamente se equivocan –tanto Bukele como Trump y la extrema derecha local–, porque si algo ha demostrado Nicolás Maduro es su talante de estadista y su capacidad para gestionar este tipo de crisis, convocando la unión nacional mientras se mueve con audacia en el tablero internacional. Así como superó la pandemia de covid-19 –con mayor éxito que muchos países del llamado primer mundo–, y así como logró síntesis y grandes consensos que muestran una economía revitalizada, la paz y la defensa del Esequibo, está batallando por la protección de cada connacional secuestrado en las mazmorras salvadoreñas, proyectando con fuerza un espíritu de unidad.
Sea esta terrible coyuntura como origen del más grande y sólido de los consensos nacionales, que cada patriota alce su voz para exigir el retorno de nuestros hermanos y hermanas, a salvo, con la dignidad que merecen. Sirva además para develar y desmantelar –como se hizo con las bandas criminales– la estrategia de la extrema derecha mundial, que pretende reducir a los venezolanos humildes a una categoría despreciable, fácil de criminalizar.
Los chavistas defendemos los valores del chavismo, pero a Venezuela la defendemos todas y todos, con el ímpetu de nuestros ancestros libertadores.