El conquistador europeo produjo en Suramérica un tipo de arte que apuntaló su proyecto de dominación; al tiempo que destruyó las expresiones artísticas propias de los pueblos originarios que sometieron y de las naciones africanas que esclavizaron. El invasor asumió que solo ellos, que creían pertenecer a una raza superior, eran capaces de producir y apreciar el arte. Los pueblos vencidos, por ser considerados inferiores, carecían de facultades creativas y de sensibilidad para percibir el arte.
A lo largo de la historia se asumió que el arte debía ajustarse a los modelos instituidos en Europa y Estados Unidos. Es menospreciada cualquier expresión plástica o artística que pretenda ser autóctona, que se plantee “expresar la esencia de nuestro drama en sus múltiples aspectos real y humano”. Se instituye, en consecuencia, la copia y el remedo. Lo que da prestigio es lo que se asemeja a lo que producen las naciones “civilizadas”. Se da, así, un proceso de colonización cultural; de acoso y negación de nuestra identidad latinoamericana. Nos convertimos en semicolonias culturales: los artistas en embajadores de poderosas naciones, las academias en sucursales de movimientos artísticos foráneos, los centros de enseñanza en agentes de transculturización, los críticos en culturicidas, y los museos en alcabalas que se avergüenzan de lo nuestro, especialmente de aquello que es creación genuina del pueblo.
De este modo, se fue imponiendo la noción de arte consagrada por las élites europeas y estadounidenses. Me refiero al arte como ornamento, como mercancía y como símbolo de poder económico. En efecto, para estos cenáculos el arte tiene como función adornar lujosas residencias y fastuosos despachos. Su valor es tasado por peritos; por consiguiente su posesión sirve para incrementar el patrimonio de sus dueños. Las exposiciones tienen como finalidad la promoción de colecciones privadas. De este modo el arte se afianza como símbolo de supremacía social. Es cosa de gente rica e ilustrada. Excluye al pueblo, que no es capaz de producirlo, apreciarlo o adquirirlo.
Mientras esto ocurre, un arte nuestro va brotando de la tierra nuestra. Emerge del corazón de nuestro pueblo. Es “arte que florece como pequeñas luciérnagas en la noche del infortunio, de la miseria y de la muerte” decía Pablo Neruda. Es arte de la angustia y la esperanza, de color y barro, de brasa y volcán. En palabras de Benjamín Carrión (1897-1979) es “la expresión plástica de una tierra múltiple y de los diversos tipos de hombre y mujeres que la habitan. Síntesis emocional, intelectual, pero sobre todo síntesis pictórica del pueblo que vive en este trópico. Allí están sus hombres y las mujeres, las flores y las montañas y los niños de esta tierra. Sus selvas misteriosas, su geografía de catástrofe. La naturaleza y la vida conjugadas”.
Por mucho tiempo sus creadores no tuvieron acceso a los museos ni a los salones. Estos “pintores del pueblo con pinceladas de sueño” fueron arrinconados en las sombras y despreciados por las camarillas culturales: la desnudez de un delirio se la pagaban con ron; cuando vivos no valían de bellas artes ni hablar. Si alguna vez eran tomados en cuenta se les calificaba de “naif, ingenuos o primitivos”, con lo cual se significaba que no eran propiamente artistas del nivel de los que habían pasado por las academias consagratorias.
Con la emergencia de las Revoluciones de Latinoamérica, África y Asia estos artistas comienzan a ocupar los espacios que le fueron negados y a gozar de la consideración que merecen. Hoy se congregan en la II Bienal del Sur, donde el arte es una trinchera para la valoración de la identidad, el afianzamiento del compromiso social, el cultivo de la sensibilidad y la lucha por la emancipación.
Ahora, cuando las fuerzas imperiales atacan despiadadamente nuestra cultura, estos creadores asumen el desafío de enfrentarlas y vencerlas. El lienzo se convierte en escenario de lucha, los pinceles en proyectiles, la escultura en barricada, en atalayas los museos. Es una guerra de guerrillas cultural. Una estrategia contrahegemónica que busca contrarrestar los efectos mortíferos de la imposición y el servilismo. Se plantea valorizar la magia de la vida y el verdadero sentido de la estética de los pueblos del Sur. Por eso esta bienal de artistas es en definitiva “una lección sobrehumana de resistencia a la desgracia y de creadora belleza convertida en esperanza”.