Por: Alí Ramón Rojas Olaya
El arte ha sido siempre la forma más eficaz de expresión ética y a la vez estética de la humanidad sensible ante las preguntas que la han atormentado y las realidades que la han sitiado. Ha sido la manera como el ser humano se enfrenta y responde al misterio de su existencia en el mundo, es decir, en la historia.
El arte es hoy una de las formas privilegiadas desde la cual los sujetos individuales y los pueblos hacen una resistencia simbólica eficaz contra todo tipo de destrucción o degradación del legado humano. En América Latina, sobre todo, el artista tiene un compromiso: salvar de la desaparición total los restos de grandes culturas ya a punto de desaparecer por la ignorancia, el industrialismo, el positivismo mercantilista y cierta moda de la era del vacío posmoderno.
Este era y es el horizonte del comandante Ernesto Guevara quien nos dejó en El socialismo y el hombre en Cuba (1965) su visión del arte como subversión política o como enajenación social. Allí expone que “en el campo de las ideas que conducen a actividades no productivas, es más fácil ver la división entre la necesidad material y espiritual”. Decía el Che que los seres humanos tratan “de liberarse de la enajenación mediante la cultura y el arte”; de hecho, el artista “muere diariamente las ocho y más horas en que actúa como mercancía para resucitar en su creación espiritual, pero este remedio porta los gérmenes de la misma enfermedad”.
Para el libertador de Santa Clara la superestructura contracultural “impone un tipo de arte en el cual hay que educar a los artistas”. Para el Che “sólo los talentos excepcionales podrán crear su propia obra” porque “los restantes devienen asalariados vergonzantes o son triturados”. En un ejercicio de autocrítica, dice el Che: “los revolucionarios carecemos, muchas veces, de los conocimientos y la audacia intelectual necesarias para encarar la tarea del desarrollo de un hombre nuevo por métodos distintos a los convencionales y los métodos convencionales sufren de la influencia de la sociedad que los creó”. Esto desorienta el vector cultural al punto de que “los problemas de la construcción material nos absorben”. Insiste el Che: “no hay artistas de gran autoridad que, a su vez, tengan gran autoridad revolucionaria. La culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original; no son auténticamente revolucionarios. Podemos intentar injertar el olmo para que dé peras, pero simultáneamente hay que sembrar perales. Las nuevas generaciones vendrán libres del pecado original. Las posibilidades de que surjan artistas excepcionales serán tanto mayores cuanto más se haya ensanchado el campo de la cultura y la posibilidad de expresión.
Nuestra tarea consiste en impedir que la generación actual, dislocada por sus conflictos, se pervierta y pervierta a las nuevas. No debemos crear asalariados dóciles al pensamiento oficial ni «becarios» que vivan al amparo del presupuesto, ejerciendo una libertad entre comillas. Ya vendrán los revolucionarios que entonen el canto del hombre nuevo con la auténtica voz del pueblo”.
Por eso, el lunes 9 de octubre de 2017 el mundo entero conmemora los 50 años del vil asesinato del hombre que al morir llevaba en su morral un libro de Rufino Blanco Fombona sobre Simón Bolívar, viejos textos de Jack London y alguna melodía extraviada de Vivaldi. El Che cual Cid sigue luchando en los senderos de Santa Clara y en la llanura de La Higuera, desde una moto o con zapatos de trapo. Desde su andar nos dice a los políticos y a los artistas, y a los políticos artistas que todos los días hay que “luchar porque ese amor a la humanidad viviente se transforme en hechos concretos, en actos que sirvan de ejemplo y de movilización».