Extraño mes es enero. Con él comienza el año, pero en él nada empieza. Ningún proyecto arranca, ninguna duda se aclara, ninguna urgencia se satisface. Vivirlo es encontrarse perdido en alguna misteriosa inopia, en una dimensión donde nada se resuelve. Enero son los minutos de sueño antes de la segunda llamada del despertador; el conteo en la lona; la media hora de retraso con que se inicia todo acto privado u oficial.
Hasta los propios Reyes Magos, figuras emblemáticas del período, son ejemplo de eso que los gringos llaman bad timing: arriban muy tarde para el Nacimiento, después de la Matanza de los Inocentes y demasiado temprano para la Pasión. Uno se los imagina engalletados con aquellos bártulos de oro, incienso y mirra, buscando dónde estacionar camellos, preguntando por una señora que vivía en un pesebre y con expresión de ¿ahora qué hacemos?
Y no es para menos. Enero es mes de tránsito, mes vacilón, mes sala de espera, mes postdata, mes limbo, mes vuelva el mes próximo. Suerte de paréntesis, debería ser declarado inexistente. El presupuesto apenas empieza a ejecutarse con el Carnaval de febrero.
Las cotizaciones para los contratos se parapetean a mediados de marzo y hasta la misma Semana Santa a veces solo se presenta hacia abril, como avergonzada de que se le pegaron las cobijas. Únicamente con las lluvias y los derrumbes de mayo siente la ciudadanía que ha comenzado el año propiamente dicho y que puede dedicarse a las tareas planeadas para él, es decir: postergarlo todo hasta el venidero con la excusa de que ya viene diciembre.
Los aztecas denominaban al lapso entre un año y otro con un nombre tan hermoso como terrible: los días enmascarados. Mes incógnito, no tiene enero todavía los rasgos de la añoranza de lo que fue ni las facciones de la esperanza de lo que será. Jano, dios de las fronteras, los límites, las puertas y las transiciones, lo aflige con sus dos caras. La una se vuelve al pasado y la otra al futuro como símbolo de la trascendencia del hito que los liga: el sentido de la Historia. Algo aquí nos concierne.
Avanzaré mi hipótesis sobre la nueva identidad del venezolano: vivimos un enero perpetuo, con el vago recuerdo de una fiesta que acabó antes de empezar -vacas gordas, Venezuela Saudita o Gran Venezuela- y de la cual solo quedan un montón de platos sucios con hojas de hallacas, vasitos de plástico con hielo derretido y una lista de buenos propósitos perfumada con caña mala. Es demasiado tarde para enmendar la plana; demasiado temprano para revisar lo que está pendiente (es decir, todo). Nuevo Jano, el habitante de enero también presenta dos cabezas, una atormentada por la migraña de lo que no hizo y otra por la jaqueca de lo que no hará. Enero es la ilusión de que el balance no existe mientras no pensemos en él; el engaño de que el déficit desaparecerá en cuanto lo olvidemos. El ciudadano enero elige o soporta al gobierno enero, que no echa para alante ni para atrás, que no acaba de comenzar ni de terminar.
En esta forma paradójica el mes de las transiciones, de los cambios y del devenir se torna mes de la parálisis. Como la posmodernidad, está situado en medio de la nada y sin proyecto. El perpetuo enero es la resistencia a cambiar nada mientras nos cambiamos en nada.