El año pasado, una poeta argentina que vive en los Estados Unidos, que escapó a la dictadura cívico-militar de los años 70s, fue de vacaciones a Italia y mostró una bella foto hecha en Roma. Le habían gustado unas palabras escritas sobre un muro bajo un símbolo nazi que ella, evidentemente, no conocía. Fuera del contexto histórico, en el molino de carne del post-moderno y de la “post verdad”, hasta las bellas palabras pueden inducir al error, despistar y desorientar.
A 200 años del nacimiento de Marx, el capital ha afinado los instrumentos para manipular las conciencias, convenciendo a los oprimidos a lustrar con esmero las cadenas impuestas por sus opresores. Italia es la Patria de Gramsci, muerto el 27 de abril de 1937 después de diez años de dura cárcel en las galeras del fascismo. Pero en el circo post-moderno de la Italia sin memoria, lo han celebrado hasta los personajes de la izquierda que lo habrían hecho revolcarse en su tumba.
En sus bocas, las palabras del revolucionario comunista sobre el rol de la cultura y de la hegemonía se han convertido en plumas en el viento: despojadas del conflicto y de las imposiciones de las relaciones de fuerza históricamente determinadas.
La hipocresía impera. El fuerte acto de acusación de Gramsci contra los indiferentes (Odio los indiferentes), contra aquellos que se dicen neutrales o “apolíticos”, se ha convertido en un eslogan bueno para todas las plumas: también para aquellas al servicio del capital o para aquellas que, en su vida, no han arriesgado ni siquiera una miga de sus cómodas existencias de profesores, periodistas y eternos grillos hablantes.
Escribía Gramsci: “Odio a los indiferentes también por esto: porque me turba su lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuenta a cada uno de ellos del cómo ha desarrollado el deber que la vida les ha puesto y les pone cotidianamente, de lo que han hecho y especialmente de lo que no han hecho”. Gramsci ha sido también un extraordinario periodista y, en su requisitoria contra la cultura abstracta y académica, ha escrito: “La cultura es organización, disciplina del propio yo interior, es toma de conciencia de la propia personalidad, es conquista de conciencia superior, por la que se logra comprender el propio valor histórico, la propia función en la vida, los propios derechos y deberes”.
La cultura, la historia, el marxismo, entendidos en sentido gramsciano – es decir como guía para la acción-, ayudan a desenmascarar a los falsos profetas, escondidos detrás de falsos símbolos y también detrás de nuestras banderas: listos en la primera ocasión a tirarles en el lodo. Ser cultos para ser libres, decía José Martí.
¿Cómo reconocer a los falsos profetas de los líderes verdaderos? Un buen criterio es siempre el de la responsabilidad, de la coherencia entre el decir y el hacer, del ejemplo: aquel dado por Hugo Chávez luego de la derrota de la rebelión cívico-militar, dirigida por él en 1992. Lo que ha dado confianza al pueblo en la promesa de que habría habido otra ocasión (el “por ahora”). Luego, confiando en la teoría como guía para la acción, es necesario mirar más allá de las palabras, la propaganda, la adulación y el dogmatismo: mirar a los programas, a la dirección a tomar y también a los obstáculos.
El mercado capitalista determina la vida del planeta, penetrando también las decisiones y las conciencias de quien quisiera derrotarlo. Tenerlo a distancia cuando se ha puesto fuera de la ley la burguesía y se ha instaurado un estado socialista, es difícil: de esto lo sabe Cuba. No dejarse condicionar y devorar cuando se han afectado solo parcialmente las relaciones de propiedad, como en Venezuela Bolivariana, es un desafío titánico. Lo que ha pasado en Nicaragua enseña. Si los que tienen los cordones de la bolsa son el Fondo Monetario y las grandes empresas multinacionales, que quieren ver crecer a toda costa sus beneficios si invierten en un país, se considerará imprescindible, por lo que hará pagar muchos impuestos al pueblo para “cubrir el presupuesto”. Y a un gobierno que no quiere ceder pero que no goza de plena soberanía, no le queda más que optar por el mal menor.
Surgen entonces los buitres disfrazados de mediadores: cuando es necesario las jerarquías eclesiásticas, como si fueran fuerzas neutrales. Como si no hubieran tenido una parte activa en el hundimiento de la revolución sandinista, arrastrando primero la libertad de las mujeres y aquella de los trabajadores. Aparecen palabras vacías, ambiguas y navegadas: pluralismo, diálogo, multipartidismo… Como si en los países capitalistas que usan de ejemplo no ocurran las peores injusticias de la democracia burguesa. ¿Alguien recuerda a Grecia y las tenazas económico-financiera en la que sus esperanzas de rescate han caído?
Sombras igualmente oscuras sobrevuelan a la Venezuela bolivariana, la que emerge -lo repetimos- como una trinchera, concreta y simbólica. Es la esperanza que el empeño sin reservas de Lenin, de Gramsci, de Chávez y de quien ha dado la vida por la revolución, no se pierda como un grito en la oscuridad: aquella del 20 de mayo no es una simple cita electoral. La victoria de Maduro tiene que ver con todos nosotros. El aporte de los revolucionarios europeos implica asumir responsabilidades por lo que no hemos hecho y por lo que no sabemos hacer. No podemos quedarnos indiferentes. Nadie puede creerse “inocente”.
Traducción Gabriela Pereira