Por José Gregorio Linares
Dice Silvio Rodríguez: “Me han estremecido un montón de mujeres, mujeres de fuego, mujeres de nieve. Me estremecieron mujeres que la historia anotó entre laureles. Y otras desconocidas, gigantes, que no hay libro que las aguante”. Una de esas mujeres gigantes, que no hay libros que las aguante, es Isabel Gómez. Fue una gran combatiente: luchó contra la esclavitud y por la igualdad social en el Caribe; también peleó por la independencia de Suramérica; fue, además, la mamá de Manuel Carlos Piar (1774-1817), el prócer cuya victoria en la Batalla de San Félix de 1817 sentó las bases económicas de la independencia y dio paso a la liberación de todo el continente.
La primera vez que leí a cerca de ella fue en el libro “Mujeres de la Independencia” de Carmen Clemente Travieso. A medida que iba leyendo me preguntaba por qué Isabel Gómez es casi una desconocida. Las claves de su anonimato están en su vida misma y en el tratamiento que el patriarcado, las oligarquías y cierto feminismo clasista les dan a las mujeres de procedencia popular, especialmente si son indias, negras o mestizas, y su talante no se corresponde con el estereotipo de «bello y delicado sexo”.
Isabel Gómez nació en Curazao, cuando todo el Caribe era un hervidero de cimarrones que luchaban por la libertad. Creció bajo la influencia de los jacobinos negros de Haití, quienes enfrentaron y vencieron a los esclavistas y colonialistas europeos. Era mulata, de ascendencia africana (su madre fue Juana Quemp y su padre Manuel Gómez) y para los blancos todos los que tenían gotas de sangre negra y pigmentación en la piel eran de raza inferior. Ejercía de lavandera y comadrona, trabajos que eran catalogados como “oficios viles”. Fue madre soltera, parió varios hijos e hijas con diferentes esposos (uno de ellos fue Fernando Piar, navegante canario) lo que era mal visto por la sociedad de entonces. Anduvo por el Caribe con su prole a cuestas, promoviendo la lucha contra la esclavitud y buscando una mejor forma de vida. Así, llega a Venezuela y se residencia en el puerto de La Guaira, “Cuna de la Revolución Americana” al decir del historiador Arístides Rojas. Allí se incorpora al movimiento emancipador e igualitarista dirigido por Manuel Gual, José María España, Juan Bautista Picornell y Josefa Joaquina Sánchez, cuyos postulados eran más radicales que los que años después enarbolaría la élite criolla que dirigió la lucha por la independencia.
Ella se involucra en la conspiración. Era la época en que las autoridades españolas exigían apresar “a las mujeres con niños pequeños que llevan y traen noticias”. Pero como era partera y con frecuencia debía trabajar de noche se mimetizaba: “esperaba la caída de la tarde para irse, paso a paso, por los sitios más extraviados a dejar con mano segura y firme – amorosa también, ¿por qué no? – un pliego contentivo de los Derechos del Hombre o una hoja con la Canción Americana”. Allí se declara “la igualdad natural entre los habitantes” y se canta: “viva tan solo el Pueblo, el pueblo soberano, mueran sus opresores, mueran sus partidarios”. Cuando la insurrección fue delatada, ella alertó a los líderes Gual y España sobre la orden de detención para que se escondieran: ambos huyeron del país y se refugiaron en su casa en Curazao. Esta acción a favor de los conjurados llegó a oídos de las autoridades españolas. Entonces fue encerrada en “la célebre prisión que llamaban el infiernito por su falta de aire, su humedad salitrosa y su clima agobiante”. Luego fue deportada a Curazao.
Toda su vida fue de lucha, desconsuelo y superación. Como su hijo Manuel Piar llegó a ser un militar muy importante (General en Jefe a los 43 años de edad) gracias a sus hazañas en el campo de batalla, la élite criolla inventó que no era posible que fuera hijo suyo. Ella simplemente lo había criado. Su verdadera madre, dijeron, fue Soledad Concepción Belén Jerez de Aristeguieta y Blanco Herrera, una mantuana caraqueña que lo concibió ilícitamente (entre muchas hipótesis donde se menciona incluso al padre de Simón Bolívar) con nada más y nada menos que con José Francisco de Braganza y Braganza, Príncipe de Brasil y heredero de la corona de Portugal, hijo de la Reina María II y Pedro III, reyes de Portugal.
Para la oligarquía y sus escribientes, una humilde mujer no podía ser la madre de un gran hombre. Años después de la muerte de Piar en 1817, Isabel Gómez solicitó los haberes militares y la pensión que le correspondían como madre del Libertador de Guayana “porque soy muy pobre según es notorio”, alegó. En esa oportunidad se vio obligada a “acreditar que dicho Manuel Piar es mi hijo natural”.
Recordemos hoy a esta gran mujer: libertadora, casi desconocida, gigante. Ella, mujer humilde de Nuestra América, dio aportes importantes en la lucha por la igualdad y la justicia. Fue ejemplar. Lo dio todo por Venezuela. Merece honores. Con ella se cumple el aserto de José Martí: “Las mujeres célebres no son las que han sido, sino las que merecen serlo”.