Por Luis Delgado Arria
Por lo general, cuando se consulta a las bases culturales respecto de la tarea revolucionaria a cumplir en y por una Asamblea Nacional Constituyente, no pocas propuestas suelen ir teñidas de cierta tinta entre asistencialista y productivista: más y mejores leyes de protección social para los cultores y artistas, subvenciones y pensiones, oportunidades para adquirir materiales y exponer obras y mercados para realizar en el mercado de bienes culturales las “mercancías” y servicios culturales” (SIC).
Tal vez tal propensión haya llevado aguas al molino que ha instalado a la cultura en un lugar marginal respecto de la política y la economía. Para decirlo en palabras del infant terrible pero de papel, José Ignacio Cabrujas: “La cultura en Venezuela ha sido siempre la guinda de la torta en el presupuesto nacional”. Pero una percepción mecanicista y positivista, productivista y mercantilista, banal y crematística de la cultura no puede sino resultar en la reproducción de las ideas y prácticas sociales dominantes. Esto es, las ideas y prácticas dominantes reproductoras de la dominación y así legitimadoras de las clases dominantes.
Pero el lugar de la cultura es muy otro. Es el lugar de las resistencias, de las preguntas candentes, de los conflictos por siglos irresueltos, del malestar civilizatorio. Visto así, el lugar genuino de la cultura no es otro que el terreno de las trasformaciones, de la liberación, de la revolución. Es el lugar de la dialéctica, es decir, de las mutaciones profundas y generalmente inadvertidas de un estadio civilizatorio a otro, de una modalidad histórica de lucha de clases a otra. El lugar central de la cultura es pues siempre el de la crítica y la autocrítica con miras a una transformación radical. Es la detracción ético-estética válida, efectiva y punzante de todas las formas de dominación política, explotación económica y negación cultural.
Decía Marx que los filósofos no habían hecho históricamente otra cosa que interpretar el mundo de diversos modos, pero de lo que se trataba era de transformarlo. Mutatis mutanti diremos que la mayoría de los pretendidos artistas históricamente han plasmado al mundo de diversos modos, pero de lo que se trata es de criticarlo apelando a la potencia de la estética para subvertirlo. Todo genuino artista disecciona y transforma el mundo castrado, injusto e inhumano que lo sitia y sitia a millones como él o ella, concibiendo y ayudando a parir un nuevo mundo nuevo, vivo, germinante.
Pero, como decía Lazaret Carnot: “No se es revolucionario, se llega a serlo”. De la misma forma, no se es artista, se llega a serlo. Y llegar a ser artista es así, por definición, trabajar para devenir sujeto revolucionario. La inexorable lógica de la historia exige que lo viejo, lo caduco y lo podrido, desaparezcan… y que lo nuevo, lo sano y lo humano viva, decía Cristo Botev. Hacer que lo viejo, lo caduco y lo coagulado desaparezcan; y que lo vivo viva y se reproduzca, es el adeudo del artista. Y, no por acaso, también, la praxis del revolucionario.
Frente a la dictadura de un capitalismo neoliberal hoy tan bestial como global —que ha engendrado su propio marco jurídico y legal, su propia concepción de normatividad, su propia noción de ley y de justicia, para aparecer como buena y justa, legal y realista; y hasta sus propias nociones de utopía y de arte como expresiones separadas e indolentes respecto de la oprobiosa realidad social— cabe valorar el lugar central del artista individual y/o colectivo como agente subversor de régimen capitalista y anunciador de un mundo nuevo.
El arte revolucionario nos permite así construir hoy los puentes necesarios entre campos virtualmente incomunicados: la filosofía de la praxis, la ética/ estética subversiva y la teología de la liberación. Podríamos decir así, con El Apóstol de las Naciones Pablo de Tarso, que las leyes que para él aplican para el matrimonio cristiano bien podrían y deberían orientar asimismo la filosofía de la praxis, la política, la estética y la ética revolucionarias: «El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tienen en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.» Corintios 13,4-7. Capítulo XIII.