Quien salga con la pajuatada según la cual las colas no existieron durante la cuarta República, que no cuente conmigo para consentir sus falacias. Muchas, muchísimas, fueron las ocasiones en que detallé más de una espalda (y en la que detallaron la mía) cuando para acceder a algún bien -tangible o intangible-, debí pacientemente formarme en una hilera nacida producto de la escasez y/o la especulación. Quienes vivieron las postrimerías del Caracazo del 27 de febrero de 1989 y quienes antes de ese capítulo padecieron por las calamidades armadas por el empresariado ruin, saben que digo la verdad. ¡Ni hablar de una cola para el cine o al estadio de béisbol!
No obstante ello, jamás maldije a las colas. Entendí y entiendo que son necesarias, para preservar el orden y la justicia en la llegada: quien llegue primero, será atendido de primero.
En días pasados volví a ver espaldas (y vieron la mía, obviamente) para comprar dos kilos de harina precocida. Me antecedieron en el turno y después del mismo, inocentes vecinos y vecinas. Tan inocentes son, que ignoran las causas por las cuales se veían obligados y obligadas a estar en hilera. Su ingenuidad (otro, le llamaría ignorancia), hizo que las y los pobres metieran en la misma burbuja el asunto de la alimentación en sus diferentes renglones (por supuesto, no pelaron el boche del pernil), la salud, la economía y hasta la historia tanto nacional como internacional. Uno de ellos insinuó que, si le dan chance, es capaz de arreglar el mundo entero ¡en cinco años él solito!
Admito que antes me costaba aceptarlos (a sus análisis, claro), pero ahora –también lo admito- me dan nota y hasta gracia. Igual que yo, aceptan el CLAP y acuden a los CDI o a las SRI donde nos hemos visto parejo y en donde seguramente nos seguiremos viendo gracias a los 5 billones de bolívares que Nicolás Maduro aprobó para la recuperación de casi 20 módulos en toda Caracas. Ah, y todo en una ordenada cola.
¡Chávez vive…la lucha sigue!