Por Ana Carmen Zamora
Todavía recuerdo con claridad el día exacto en que me enamoré del teatro. Mis padres tenían uno y me parecía perfectamente natural meterme – algunas veces incluso escondiéndome entre las escaleras – a ver cuanta función hubiese en el local.
Yo, con mi corazón tiernito y amante de las historias, seguía viendo las obras una y otra vez sin rechistar, las seguía viendo luego de saber la historia, luego de memorizar los parlamentos, luego de ser capaz de practicar a punta de memoria los gestos y movimientos en escena. Practicaba y fantaseaba con ser personajes en cada historia. De esta forma me fui volviendo inconscientemente una de las peores pesadillas actorales, una niña con voz de megáfono y muchas ganas de intervenir en una obra que ya conocía.
Pero aún después de entender que por más que lo intentara solo podría intervenir con la mirada y el corazón, el hechizo no se rompió. Seguí hipnotizada, como si las tres llamadas de la sala fuesen el canto de la flauta de Hamelín. Entraba callada a la sala de primerita y veía al resto del público pasar. Recuerdo claramente como sentía una profunda compasión por esos espectadores primerizos: “¡ellos no conocen la historia de verdad!”.
Esta convicción estaba basada en que ya empezaba a ver luego de tantas -¡oh tantas funciones! – las pequeñas diferencias en ritmos entre cada presentación, cuando los actores cambiaban el texto o sencillamente, cuando se lo comían y empezaba a ver el juego teatral siempre vivo que sostiene una misma historia en fuego, a pesar del frío de la repetición.
Durante este tiempo estuve fascinada por el teatro, pero todavía no puedo decir que haya estado enamorada, me hacía falta algo, el ambiente “clínico” de la sala tradicional me seguía frustrando, era la división insoportable entre escenario y público la que me costaba todavía aceptar.
Para mi suerte, un miércoles de especial aburrimiento, durante mi rutina en el teatro, llegó un grupo nuevo, me dediqué a espiarlos, a enamorarme silenciosa y secretamente de cada una y cada uno de ellos, me preparé para ver su primera presentación y al finalizar la función, sentí por primera vez que el teatro me amaba tanto cómo yo lo amaba a él.
Me sentí auténticamente enamorada.
Esa noche había conocido la improvisación teatral, era la primera vez que podía participar en una obra, que mis palabras eran escuchadas bajo reglas simples que yo entendía, y que si yo respetaba y escuchaba a mis compañeros y compañeras improvisadores, ellos y ellas me escucharían de vuelta. Mis palabras fueron tomadas cómo titulo de una historia.
La obra nacida de la improvisación tenía un relativo sin sentido que me fascinaba y siempre, siempre me hacía reír. Decidí, cómo quien no quiere la cosa, que me iba a dedicar a la improvisación el resto de mi vida y lo hice así por muchos años, hasta que algo volvió a sentirse incompleto en mi deseo de hacer teatro, me encantaba compartir así íntimamente con el público, pero sentía que era insuficiente.
Así pasaron los años y medio peleada con el teatro y con la “impro” es cómo llego a Comunicalle, estaba algo cansada del carácter fantasioso de la improvisación escénica y otro tanto cansada de el carácter distante del teatro de sala.
Lamiéndome las heridas fue que llegué a audicionar en Comunicalle, luego de que mi amiga Malú me propusiera entrar argumentando “este es el lugar para alguien cómo tú”.
Ella, con una sensibilidad que quizás yo no había descubierto, había captado en mí unas ganas de acercarme a la realidad a través del teatro, y no solo a través de un discurso en medio de una noche de cervezas.
Malú me explicó que Comunicalle había surgido en el año 2013 por iniciativa del Ministerio del Poder Popular para la Comunicación y la Información, como una forma de promover nuevas formas de difundir los logros y proyectos de la Revolución Bolivariana.
Se trata, me dijo, “de un elenco conformado por artistas de las más variadas disciplinas: teatro, danza, música, circo, artes plásticas y cualquier otra forma expresiva”.
La idea me encantó.
Mi actividad política nunca se había relacionado tan cercanamente con mi quehacer teatral, siempre había sentido un terrible miedo al rechazo de una propuesta que fuera cargada políticamente. Encontré en Comunicalle, no solo un grupo de gente apasionada por la creación, haciendo un esfuerzo por darse mutuamente herramientas para mejorar y abrir horizontes.
Encontré también un grupo de duendes de Lorca, encontré personas en carne viva con una fuerza que les llevaba a seguir creando en base a sus dolores, pero también en base a sus sueños, personas que se alimentan de su propio cansancio para sacar de sí una nueva acción comunicacional, en correspondencia con los valores que nos animan y en los creemos a las y los revolucionarios.
Compañeros que aunque es difícil eligen decir: violencia de género, diversidad sexual, parto humanizado, aborto; así como también eligen decir, Alí Primera, Simón Rodríguez, Hugo Chávez, justicia, solidaridad, amor, participación y sororidad. Porque saben que denunciar no es malo siempre que se haga desde lo constructivo, porque saben que recordar nuestro pasado no es algo que se hace con la cara vergonzosa, porque quienes lucharon por legarnos patria y se han ido, son quienes nos conforman, y porque saben que hay valores que no tienen porqué ser utopía cuando hay sinceridad y amor.
En Comunicalle encontré un espacio para la discusión sobre la crítica, un espacio siempre en movimiento que tiene que elegir que informaciones son necesarias llevar a la calle, cuales podríamos discutir con el público, cuales ayudan a subir ánimos, cuales hay que recordar.
Un espacio donde el reciclaje es puerta para la creación, un lugar donde aunque no tengamos todos los recursos materiales para producir todo, nos sobran el ingenio y la creatividad para transformar y convertir en unos cuantos retazos de tela unida por alambres, en una hermosa paloma de la paz.
Me encontré en un espacio donde todas las técnicas teatrales y artísticas tienen que ser validas, porque todas son formas de comunicación y eso es lo que nunca dejamos de buscar, reímos y lloramos con el público porque entendemos que el público y nosotros somos uno solo.
Me encontré en este mágico lugar y decidí quedarme, aunque sea por un tiempo porque me vi reflejada en él.
Y es maravilloso descubrir que Caracas entera es mi escenario, que la vida misma es mi dramaturga y que el desprevenido paseante de la Plaza Bolívar es el mejor de los públicos.
Esa es la verdadera batalla como comunicadora callejera; querer perfeccionar, investigar, probar, experimentar nuevas posibilidad con este medio de comunicación tan mutable como lo es el teatro y vivir en la carrera, desesperada por conversar e interpelar al pueblo.
Entender que todo lo que creamos está supeditado a él – entendiendo que decir pueblo viene a ser lo mismo que decir nosotros.
¡El único soberano!