Por: Alberto Aranguibel
La generalización podría ser perfectamente incluida como una de las pasiones del alma que constituyen los pecados capitales, así establecidos por la Iglesia católica.
Tendría que ser pecado porque toda generalización, incluso las bien intencionadas, acarrean el más alto grado de subjetividad e injusticia sobre cualquiera sea el tema al que se refieran, porque en esencia se trata de la argumentación, a favor o en contra de algo, pero sin fundamento lógico o elementos de convicción aceptables.
La razón de la existencia del Poder Judicial es precisamente la de procurar que el Estado cuente con una instancia orientada a reducir a su mínima expresión esas distorsiones y resolver las ambigüedades a las que conduce la generalización a la hora en que la sociedad trate de impartir una justicia no guiada por las pasiones sino por la verdad.
En el tema de la corrupción, la generalización atenta contra la efectividad de la justicia que la misma merece, limitando con ello no solo la idoneidad de la investigación correspondiente; sino la acción penal en su contra, porque disuelve la responsabilidad del corrupto (o de los corruptos) entre todos, culpables o no del delito de corrupción, que constituye el conjunto de los funcionarios y empresarios involucrados con la gestión pública y la administración de recursos del Estado, con lo cual se hace imposible impartir justicia de manera idónea.
Salvo que lo que se busque no sea hacer justicia sino derrocar al gobierno de turno. Como a todas luces se evidencia en la narrativa que hoy promueven la oposición de extrema derecha y los medios de comunicación a su servicio con esa perversa campaña que busca impúdicamente sacar provecho de la valiente lucha anticorrupción adelantada por el Gobierno revolucionario, colocando a toda la administración, es decir, a todas y todos los funcionarios públicos como un solo órgano carcomido por igual por el cáncer de la corrupción.